19 de febrero de 2012

Capítulo Xl

Primeras disposiciones en el interior de «French-den.» -Descarga de la balsa. -Visita a la tumba del náufrago. -Gordon y Doniphan. -La hornilla de la cocina. -Caza de polo y de pluma. -El ñandú. -Proyectos de Service. -Se acerca el Invierno.
El desembarque se verificó en medio de los gritos de júbilo de los pequeños, para los que todo cambio en la vida ordinaria equivalía a un nuevo juego. Dole brincaba en el ribazo como un cabrito; Iverson y Jenkins corrían hacia el lago, mientras que Costar, hablando aparte con Mokó, le decía:
-Nos has prometido una buena comida, grumete.
-Pues bien, pasaréis sin ella, señor Costar, respondió Mokó.
-¿Y por qué?
-Porque no tendré tiempo de guisar hoy.
-¡Cómo! ¿No se comerá?
-No, pero se cenará y las avutardas no serán menos buenas en la cena.
Y Mokó se reía, enseñando sus hermosos y blancos dientes.
El niño, después de darle una palmadita en el hombro en señal de buena amistad, fue a reunirse a sus compañeros, y Briant dio a todos ellos orden de que no se alejaran, con el fin de no perderlos de vista.
-¿No vas con ellos? preguntó a su hermano.
-No, prefiero estar aquí, respondió Santiago.
-Mejor sería que hicieras un poco de ejercicio, repuso Briant. ¡No estoy contento contigo, Santiago!... ¡Me ocultas algo!... ¿Estás malo?
-No, no tengo nada.
Siempre la misma respuesta; esto preocupaba a Briant, que resolvió aclarar sus dudas, a trueque de reñir con su hermano.
Pero no había que perder tiempo si querían pasar la noche en la gruta.
Tratábase, en primer lugar, de que los que no la conocían fuesen a verla; así es que, después de amarrar la balsa, Briant rogó a sus compañeros que le acompañasen, y el grumete se proveyó de un farol, cuya luz, aumentada por los cristales, despedía viva claridad.
Las malezas que tapaban el orificio de la cueva se encontraban en el mismo estado que las dejó Briant; prueba segura de que ningún ser humano ni animal habían penetrado en ella.
Después de apartar las ramas, todos se deslizaron por la estrecha abertura. Con la luz del farol, la gruta se alumbró mucho mejor que con las ramas de pino o las velas del náufrago.
-¡Qué estrechos vamos a estar aquí! dijo Baxter, que acababa de medir la profundidad de la gruta.
-¡Bah! exclamó Garnett: se ponen las camas unas encima de otras como en un camarote...
-¿Para qué? replicó Wilcox; bastará colocarlas bien en el suelo...
-Entonces ya no quedará sitio para andar, dijo Webb.
-No, pero...
-Pero, le interrumpió Service, lo principal era que tuviésemos un abrigo. Supongo que Webb no pensaba encontrar aquí una habitación completa con salón, comedor, alcoba, sala de fumar, cuarto de baño...
-No, dijo Cross; pero sería menester un sitio en que se pudiera guisar.
-Guisaré fuera, dijo Mokó.
-Eso sería muy incómodo con el mal tiempo, dijo Briant. Así es que mañana mismo debemos colocar aquí la hornilla del Sloughi.
-¡La hornilla en el mismo sitio en que tenemos que comer y dormir! replicó Doniphan con marcado disgusto.
-Pues bien, respirarás sales, lord Doniphan, exclamó Service soltando una carcajada.
-Si me conviene, señor pinche, replicó el altanero muchacho frunciendo el entrecejo.
-¡Vamos, vamos!... se apresuró a decir Gordon. Que la cosa sea o no agradable, será preciso tener paciencia por ahora; además, la hornilla, no sólo servirá para guisar, sino también para calentarnos.
En cuanto a agrandar esto, dado caso de que sea posible realizarlo, tenemos el tiempo que dura el invierno: contentémonos, pues, con lo que hay, e instalémonos lo mejor posible.
Antes de cenar, entraron todas las camas y las arreglaron unas al lado de otras encima de la arena. Esta mudanza ocupó a los chicos hasta el anochecer, en cuya hora, transportando la mesa grande del comedor del yate, la colocaron en medio de la cueva, y Garnett, ayudado por los pequeños, que la traían los diversos utensilios de a bordo, se encargó de prepararla para la cena.
Mokó, que auxiliado por Service había dispuesto un hogar entre dos gruesas piedras al pie del contrafuerte del acantilado, encendió lumbre con ramas secas, que Wilcox y Webb fueron a buscar debajo de los árboles del ribazo, y a eso de las seis la olla esparcía un olor muy apetitoso, mientras que una docena de perdices colocadas en una barrita de hierro, se asaban delante de un buen fuego, encima de una gran fuente que recibía su jugo, y en la que Costar hubiese de buena gana mojado un trozo de galleta. Dole e Iverson daban concienzudamente vueltas al asador, y Phann los miraba con gran interés.
A las siete estaban todos reunidos en la única habitación de French-den, comedor y dormitorio a la vez. Los taburetes y sillas de tijera y de mimbres del Sloughi, habían sido traídos al mismo tiempo que los bancos del puesto de la tripulación. Nuestros muchachos, servidos por Mokó y por sí mismos, comieron opíparamente. Una buena sopa muy caliente, un trozo de corn-beef, el asado de perdices, galleta en vez de pan, agua fresca con una tercera parte de brandy, un pedacito de queso de Chester y algunos vasos de sherry en los postres, les indemnizaron de las malas comidas de los días anteriores.
A pesar de la gravedad de su situación, los pequeños se entregaban a la alegría propia de su edad, y Briant no quiso reprimir ni su algazara ni sus risas.
Terminada la cena, y no obstante la fatiga del día, Gordon, guiado por un sentimiento de religioso respeto, propuso a sus compañeros hacer una visita a la tumba de Francisco Baudoin, cuya morada ocupaban ellos; y aceptada la idea por todos, nuestros jóvenes dieron la vuelta al contrafuerte y se detuvieron, cerca de un montón de tierra, en el que se veía una cruz de madera; y entonces, los pequeños arrodillados y los mayores inclinados ante aquella tumba, dirigieron una oración a Dios por el alma del desgraciado náufrago.
A las nueve se acostaron, y Wilcox y Doniphan, que estaban de guardia, encendieron una gran hoguera a la entrada de la cueva para ahuyentar a los animales y caldear el interior de la gruta.
Al día siguiente, 9 de Mayo, y durante los tres sucesivos, se necesitó de todos los brazos para la descarga de la balsa, pues como las nubes se amontonaban ya con el viento Oeste, anunciando lluvia o nieve, y el termómetro no se movía casi de cero, importaba mucho que cuantas cosas podían echarse a perder, municiones y provisiones sólidas y líquidas, se guardaran en French-den.
Por espacio de algunos días, y ante la urgencia del trabajo, los cazadores no se ocuparon mucho en dar culto a Diana; pero como las aves acuáticas abundaban sobremanera en la superficie del lago o en los pantanos, Mokó no se encontró nunca desprovisto. Chochas, patos y cercetas daban a Doniphan ocasión de demostrar su destreza, sin abandonar su perentoria obligación, no obstante observar que Gordon no veía sin pena lo que costaba la caza en plomo y pólvora, y de saber que quería economizar las municiones, cuya exacta cantidad tenía apuntada en su cartera.
-Doniphan, es preciso escatimar tiros, le dijo un día; se trata de nuestro interés para lo porvenir.
-Convenido, respondió Doniphan; pero es necesario también economizar las conservas en aras de ese mismo interés, pues de no hacerlo así, nos arrepentiríamos de ello, si se presenta algún día la ocasión de dejar la isla...
-¡Dejar la isla! dijo Gordon. ¿Somos capaces acaso de construir un buque que pueda hacerse a la mar?
-¿Y por qué no? Hemos de intentarlo, para el caso de que se encuentre por aquí algún continente... No tengo yo ganas de morir en este desierto, como el compatriota de Briant.
-Bien está, respondió el americano; pero a pesar del deseo que tenemos todos de partir, no estará demás que nos habituemos a la idea de vernos obligados a permanecer aquí años y años.
-¡No desmientes tu carácter, Gordon! exclamó Doniphan. Estoy cierto de que te gustaría mucho fundar en estos parajes una colonia...
-Sin duda, si no se puede otra cosa.
-¡Ya lo creo! Mas juzgo que no serán muchos de tu parecer, ni siquiera tu amigo Briant.
-Ya tendremos tiempo de discutir esta cuestión, replicó Gordon. Y A propósito de Briant, permíteme que te diga que no te portas bien con él. Es un buen compañero, que nos ha dado muchas pruebas de cariño...
-¡Cómo no! replicó Doniphan con el tono desdeñoso peculiar en él. Briant tiene todas las buenas cualidades. Es una especie de héroe...
-No, Doniphan. Tiene defectos, lo mismo que nosotros; pero tus sentimientos respecto de él pueden traer una desunión que haría mucho más penosa nuestra existencia. Briant es estimado de todos...
-¡Oh, de todos! Mucho decir es eso.
-Lo es de la mayor parte, y no sé por qué Wilcox, Cross, Webb y tú no queréis hacer caso de nada de lo que dice. Es una observación amistosa la que te hago, Doniphan, y estoy cierto de que reflexionarás acerca de ella...
-Ya está hecho, Gordon.
El americano conoció bien claramente que aquel orgulloso muchacho estaba poco dispuesto a seguir sus consejos, y esto lo afligía mucho, haciéndole prever grandes disgustos para el porvenir.
Ya hemos dicho que la descarga de la balsa necesitó tres días, y que una vez terminada esta operación, no les quedaba otro quehacer sino el de desbaratar aquella embarcación, cuyas maderas y tablas podían utilizarse en el interior de French- den. Desgraciadamente, no cupo todo el material en la cueva; y si ésta no se podía agrandar, tendría que construirse un sotechado para poner los fardos al abrigo de la intemperie. Mientras tanto, siguiendo los consejos de Gordon, aquellos objetos fueron amontonados en el ángulo del contrafuerte y cubiertos con lonas embreadas.
El día 13, Baxter, Briant y Mokó procedieron a la armadura de la hornilla, que, arrastrada sobre maderos redondos hasta el interior de la gruta, fue instalada junto a la pared de la derecha, cerca de la entrada, para que el tiro se efectuase en mejores condiciones. La colocación del tubo presentó alguna dificultad; pero como las paredes eran de piedra caliza no muy sólida, Baxter llegó a perforarla, y pudo ajustar perfectamente el cañón de la chimenea para facilitar la salida del humo. Por la tarde, Mokó encendió lumbre, viendo con gran satisfacción que la hornilla funcionaba a las mil maravillas.
Durante la semana siguiente, Doniphan, Webb, Cross, Service, Wilcox y Garnett pudieron satisfacer sus aficiones de cazadores. Un día que se internaron en el bosque de abedules y hayas, a media milla de French-den, hacia el lago, encontraron en algunos sitios indicios seguros del trabajo del hombre, pues hallaron zanjas cubiertas con ramaje y bastante profundas, para que los animales que cayesen en ellas no pudieran salir; pero el estado de aquellas zanjas las denunciaba como muy antiguas, y una de ellas encerraba los restos de un animal cuya especie era difícil clasificar.
-Son huesos de una bestia de gran tamaño, dijo Wilcox saltando al fondo y sacando aquellos restos blanqueados por el tiempo.
-Son los huesos de un cuadrúpedo, añadió Webb; aquí están las cuatro patas.
-Como no sea que los haya aquí de cinco, respondió Service; en esté caso sería un carnero o una ternera fenomenal.
-Siempre te estás burlando, Service, dijo Cross.
-Las bromas inocentes no están prohibidas, dijo Garnett.
-Lo cierto es, repuso Doniphan, que esta bestia debía ser grande. ¡Mirad qué cabeza y qué mandíbulas armadas con sus colmillos! Service puede bromear cuanto quiera; pero si este animal resucitara, me parece que nuestro jocoso compañero no tendría ganas de reír.
-¡Bien contestado! exclamó Cross, dispuesto siempre a apoyar a su primo.
-¿Supones, pues, preguntó Webb a Doniphan, que se trata de un carnívoro?
-No cabe duda.
-¿Un león? ¿Un tigre?... dijo Cross, no muy tranquilo.
-Si no es un tigre o un león, es, por lo menos, un jaguar o un conguar.
-¡Será preciso andar alerta! dijo Webb.
-¡Y no aventurarnos demasiado lejos! añadió Cross.
-¿Lo oyes, Phann? dijo Service, volviéndose hacia el perro. Hay fieras aquí.
Phann respondió con un alegre ladrido, que no demostraba ninguna inquietud.
Nuestros cazadores se dispusieron a volver a su morada.
-Se me ocurra una idea, dijo Wilcox; y es la de que, si volviésemos a cubrir esta zanja, tal vez algún otro animal se dejaría coger en la trampa.
-Como quieras, respondió Doniphan, aunque me gusta más tirar a los animales en libertad que cogerlos en un foso.
Wilcox, llevado por su afición de armar lazos, se apresuró a poner en práctica la idea. Sus compañeros le ayudaron cortando follaje y ramas, y colocando los palos más largos atravesados, disimulando después completamente con las hojas la abertura de la zanja. Para reconocer el sitio, Wilcox fue rompiendo algunas ramas hasta la orilla del bosque, y hecho esto, volvieron todos a la gruta. La caza de pluma abundaba, abasteciendo la mesa de nuestros isleños. Además de las avutardas y de las perdices, se veía gran número de martinetes, cuyo plumaje, lleno de lunarcitos blancos, se parece al de las pintadas; y en cuanto a la caza de pelo, se componía de tucutucos, especie de roedores que podían reemplazar ventajosamente al conejo; de maras, liebres de un gris rojizo, con una media luna negra encima del rabo, cuya carne se parece mucho a la del aguti; de pichis, mamíferos de piel escamosa, que ofrece un alimento de sabor delicioso; de pecaris, que se parecen a pequeños jabalíes, y de guaculis, iguales a los ciervos en cuanto a agilidad. Doniphan mató algunos de estos animales; pero como era bastante difícil aproximarse a ellos, el consumo de plomo y de pólvora no estaba en relación con los productos, con gran disgusto del joven cazador.
Gordon le hizo ciertas observaciones, que ni sus compañeros ni él tuvieron en cuenta. Durante estas excursiones, no dejaron tan laboriosos jóvenes de hacer un buen acopio de dos preciosas plantas reconocidas por Briant en su primera expedición al lago: apio silvestre y berros, cuyos tallos pequeños tienen excelentes condiciones antiescorbúticas, y desde entonces estos vegetales figuraron como medida higiénica en todas las comidas.
No habiéndose helado aún la superficie del lago ni la del río, pescaron también algunas truchas y sollos que, como es sabido, son muy agradables al paladar, y no dejaban de abundar en aquellas aguas.
Un día en que Iverson volvió triunfalmente llevando un magnífico salmón, con el que había luchado mucho tiempo, a trueque de romper las cañas, exclamaron sus compañeros:
-Si en la época en que este pescado remonta el río pudiéramos coger algunos, ¡qué buena cosa sería para el invierno!
Como es de suponer, nuestros incansables cazadores hicieron varias visitas a la trampa sin ningún resultado; pero un día, el 17 de Mayo, en que Briant y algunos otros fueron al bosque con objeto de ver si cerca de la gruta encontraban alguna cavidad natural que sirviera de almacén para los materiales, sucedió que, pasando cerca de la zanja, oyeron unos gritos guturales que salían de allí.
Briant se dirigió en seguida hacia aquel lado, mas lo alcanzó Doniphan, que no quería nunca dejarse adelantar por nadie; los demás seguían a algunos pasos de distancia con las escopetas preparadas, mientras que Phann andaba con las orejas caídas y el rabo tieso.
Cuando estuvieron a unos veinte pasos del foso, los gritos redoblaron, y vieron entre las ramas un agujero bastante grande, producido sin duda por la caída del animal que dentro de la zanja estaba.
No sabiendo a qué especie pertenecía, era preciso estar preparados a todo evento.
-¡Anda, Phann, anda! gritó Doniphan.
El perro se lanzó en seguida ladrando, pero sin demostrar la menor inquietud.
Briant y Doniphan corrieron hacia la zanja, y cuando pudieron ver lo que era, exclamaron:
-¡Venid!... ¡Venid!...
-¡No es un jaguar? preguntó Webb.
-¿Ni un conguar? añadió Cross.
-No, respondió Doniphan: es un animal de dos pies; es un avestruz.
En efecto, así era, pudiendo felicitarse de que tales volátiles habitasen aquellos bosques, porque su carne es excelente, sobre todo la pechuga. Sin embargo, si no era dudoso que fuese un avestruz de mediana estatura, su cabeza, parecida a la del ganso, y sus plumas de un gris blancuzco, le acusaban como perteneciente a la especie de los ñandús, tan numerosos en medio de las Pampas del Sur de América; y aun cuando el ñandú no puede entrar en comparación con el avestruz africano, el hallado en la trampa honraba, no obstante, la fauna del país.
-¡Es preciso cogerle vivo! dijo Wilcox.
-¡Ya lo creo! exclamó Service.
-No será fácil, respondió Cross.
-Probemos, repuso Briant.
Si el vigoroso animal no había podido escaparse, fue porque sus alas no le permitían elevarse al nivel del suelo, y porque sus patas no podían agarrarse a las paredes verticales de la zanja. Wilcox bajó, con gran riesgo de recibir algún picotazo que hubiera podido herirle de alguna gravedad; pero tuvo la suerte de tirar su blusa a la cabeza del volátil con tan buena estrella, que el avestruz fue reducido a la más completa inmovilidad, siendo entonces fácil atarlo por las patas, y entre todos consiguieron sacarlo del foso.
-¡Por fin le tenemos! exclamó Webb.
-¿Y qué haremos con él?... preguntó Cross.
-¡Es muy sencillo! replicó Service, que no dudaba de nada. Le llevamos a French-den, le amansaremos, y nos servirá de montura. Me encargo de él, y obraré en un todo siguiendo el ejemplo de mi amigo Jack, el del Robinsón Suizo.
Poco probable era utilizar el avestruz con arreglo a los deseos de Service, a pasar del precedente por él citado; pero como no había inconveniente en llevarlo a la gruta, así se verificó.
Cuando Gordon vio llegar al ñandú, se asustó, tal vez pensando que era una boca más que alimentar; pero acordándose de que las hierbas y las hojas bastarían para su manutención, le hizo buena acogida. En cuanto a los pequeños, fue una alegría para ellos admirar aquel animal y acercarse a él después que lo hubieron atado con una cuerda; y al saber que Service se proponía domesticarlo hasta el punto de poderlo montar, le hicieron prometer que los llevaría a la grupa.
-Sí, sí, lo haré, si sois buenos, amiguitos, respondió Service, a quien los niños miraban como a un héroe.
-¡Ya lo veremos! exclamó Costar.
-¡Cómo! ¿Tú también, Costar? replicó Service.
¿Te atreverías a montar sobre este animal?
-Detrás de ti y agarrándome bien... creo que sí.
-Acuérdate bien del miedo que tuviste cuando estabas encima de la tortuga.
-No es lo mismo, respondió el pequeño, porque éste a lo menos no se meterá debajo del agua.
-No; pero puede irse por el aire, dijo Dole.
Estas últimas palabras dejaron a los niños pensativos.
Desde su llegada a la gruta, Gordon había organizado su vida y la de sus compañeros de una manera regular, y abrigaba el propósito de normalizar en lo posible, tan luego como la instalación fuese completa, las ocupaciones de cada uno, y sobre todo cuidar mucho de no dejar a los más pequeños abandonados a sí mismos. Sin duda que estos se prestarían a ayudar a los mayores en la medida de sus fuerzas; pero ¿por qué no se habían de continuar las lecciones empezadas en el colegio Chairmán?
Tenemos libros que nos permiten proseguir nuestros estudios, dijo Gordon, y lo que hemos aprendido y aprenderemos aun, justo es que se lo enseñemos a los niños.
-Sí; tienes razón, respondió Briant; y si algún día Dios permite que abandonemos esta isla y que volvamos al seno de nuestras familias, demostremos que no hemos perdido el tiempo.
Convinieron, pues, en que se redactaría un programa, y que después de sometido a la aprobación general, se seguiría escrupulosamente.
La idea era excelente: en los largos días de invierno, cuando ni grandes ni pequeños pudieran salir de la gruta, bueno sería que se ocupasen en algo y con provecho para su inteligencia; pero mientras tanto, lo que más incomodaba a los huéspedes de French-den era la estrechez de la única habitación que tenían, en la que estaban amontonados; era, por lo tanto, preciso consagrarse, sin dilación, a buscar los medios de agrandarla.

18 de febrero de 2012

Capítulo X

X
Relato de la exploración. -Se deciden a dejar el «Sloughi.» -Descarga y rompimiento del yate. -Una borrasca que acaba con él. -Acampados debajo de la tienda. -Construcción de una balsa. -Carga y embarque. -Dos noches en el río. - Llegada a «French-den.»
Ya pueden figurarse nuestros lectores la acogida que se hizo a los cuatro exploradores: Gordon, Cross, Baxter, Garnett y Webb les dieron un abrazo, y los pequeños se les colgaron del cuello. Habían tenido tanto miedo de no volverlos a ver, temían que se hubiesen extraviado, que hubieran caído en mano de los indígenas, o que hubieran sido pasto de algunos animales carnívoros: hubo, en fin, exclamaciones de júbilo y buenos apretones. Phann tomó parte, como era natural, en aquella alegría, y mezclaba sus ladridos a los hurras de los niños.
Ya estaban de vuelta, y no quedaba más que saber el resultado de la expedición; pero como se encontraban cansados, lo dejaron para el siguiente día.
-¡Estamos en una isla!
Esto fue todo lo que Briant dijo, y era lo bastante para que el porvenir apareciese bajo los más sombríos colores. A pesar de eso, Gordon acogió la noticia sin mucho desaliento.
-¡Bueno! lo esperaba, parecía decir, y no me sorprende.
Al día siguiente, al amanecer, los mayores, Gordon, Briant, Doniphan, Baxter, Cross, Wilcox, Service, Webb, Garnett, también Mokó, que era de buen consejo, se reunieron en la proa del yate, mientras los demás dormían. Briant y Doniphan tomaron la palabra, cada uno a su vez, poniendo a sus compañeros al corriente de cuanto les había sucedido. Dijeron que una calzada colocada en un río y los restos de un ajoupa o choza oculta en un espeso matorral, les habían hecho creer que el país estaba habitado. Manifestaron que aquella vasta extensión de agua que había creído el mar, no era otra cosa que un lago; explicaron cómo nuevos indicios les habían conducido hasta la cueva, cerca del sitio de donde el río salía de aquella inmensa laguna; y, por fin, refirieron el descubrimiento del esqueleto de Francisco Baudoin y el hallazgo del cuaderno y del mapa levantado por el náufrago, que indicaba que era una isla aquella tierra en la que se había perdido el Sloughi.
Briant y Doniphan no omitieron ningún detalle, y después de su relato, todos juntos, mirando aquel mapa, comprendieron que no podían hacer nada, y que la salvación tenía que venir de fuera. El que menos se asustó fue el americano. Gordon no tenía familia que le esperase en Nueva Zelandia, así es que con su espíritu práctico, metódico y organizador, la idea de fundar y regir una pequeña colonia no le asustaba. Veía en ello una ocasión de ejercitar sus gustos naturales, y procuró dar alientos a sus compañeros, prometiéndoles, si querían secundarle, una existencia bastante soportable.
El americano, después de examinar detenidamente el mapa de Francisco Baudoin, y viendo las grandes dimensiones de la isla, creyó imposible que no estuviese señalada en el mapa del Pacífico del atlas de Stieler. Pero después de un detenido examen se convenció de que, fuera de los archipiélagos, cuyo conjunto comprende la Tierra de Fuego; el de la Desolación, de la Reina Adelaida, de Clarence, etc., ningún otro constaba en aquellos mares. Era, pues, una isla desconocida, no pudiendo tampoco saber su situación en el Pacífico, por carecer instrumentos necesarios al objeto.
De todo lo ocurrido, observado y calculado, se decía que era preciso proceder a una instalación definitiva antes de que llegase el invierno.
-Lo mejor será que vivamos en la cueva que hemos descubierto, dijo Briant, puesto que nos ofrece un abrigo seguro.
-¿Es bastante grande para que quepamos todos?- preguntó Baxter.
-No, respondió Doniphan: tal cual es, estaremos bastante estrechos; pero me parece fácil agrandarla. Tenemos herramientas y...
-Tal vez no estemos con mucha comodidad, observó otro joven; de cualquier modo es necesario ir allá y luego veremos.
-Y sobre todo, añadió Briant, trasladémonos lo más pronto posible.
Gordon, apoyando el parecer de este último, dijo que era, en efecto, muy urgente, porque el schooner cada vez se hacía menos habitable, en atención a que las últimas lluvias, seguidas de calores bastante fuertes, habían contribuido a que se abriera por muchos lados, y el aire y el agua penetraban por varios sitios a la vez; y si por causa del equinoccio, que duraba aun, se desencadenase una borrasca en aquella costa, el Sloughi es haría pedazos en pocas horas. Era urgentísimo, por lo tanto, abandonarlo en seguida y destrozarlo después para utilizar lo que pudiera sacarse de él, vigas, tablas, hierro, cobre, y llevarlo todo a French-den (gruta francesa), nombre que dieron a la cueva, en recuerdo al pobre náufrago.
-Y mientras tanto, ¿dónde habitaremos? - preguntó Doniphan.
-Levantaremos una tienda de campaña a orillas del río, entre los árboles, respondió Gordon.
-Ese es el mejor partido que podemos tomar, dijo Briant, y conviene hacerlo sin perder una hora.
Urgía, en efecto, empezar, porque se necesitaba lo menos un mes de trabajo asiduo para descargar el material y las provisiones, desbaratar el yate y construir una balsa para acarrearlo todo antes de Mayo, que, como es sabido, corresponde a Noviembre en el hemisferio boreal.
Con mucha sensatez había escogido Gordon la orilla del río para establecer el nuevo campamento, puesto que el transporte debía verificarse por agua, dado que no era posible otra vía más directa ni más cómoda, porque aprovechando durante varios días la marea alta que alcanzaba hasta el lago, una balsa llegaría a su destino sin demasiado trabajo.
-Ya sabemos que la parte superior de aquel río era navegable, y Briant y Mokó, en una nueva excursión que hicieron en la canoa, reconociéndolo hasta la hondonada, pudieron cerciorarse de que ningún obstáculo se oponía a su proyecto.
Los días siguientes se emplearon en disponer el nuevo campamento. Ataron con buenas cuerdas las ramas más bajas de diferentes hayas, que sirvieron de sostén a la gran vela de repuesto del yate, y fijándola en el suelo por fuertes amarras, llevaron allí las camas, los utensilios de primera necesidad, las armas, municiones y los fardos que contenían las provisiones de boca. Como la balsa debía construirse con los restos del schooner, era necesario proceder cuanto antes a su demolición.
El tiempo no podía ser mejor, y si bien soplaba a veces un viento bastante fuerte, como venía de tierra, no interrumpía para nada el trabajo de nuestros náufragos.
El 15 de Abril ya no quedaban en el buque más que los objetos de gran peso, las goas de plomo sirviendo de lastre, la hornilla y otros que no podían moverse sin un aparato adecuado. En cuanto a las cosas propias del buque, vergas, obenques, cadenas, áncoras, amarras y demás, todo estaba ya cerca de la tienda.
No tenemos por qué decir que no es descuidaban en proveer a las necesidades de cada día. Doniphan, Webb y Wilcox consagraban algunas horas a la caza, y los pequeños recogían mariscos en cuanto la marea dejaba en descubierto los arrecifes.
Daba gusto ver a Jenkins, Iverson, Dole y Costar moverse como una nidada de polluelos entre las rocas; algunas veces se mojaban las piernas, lo que les valía un regaño de Gordon, mientras Briant los disculpaba. Santiago acompañaba también en sus ocupaciones a los pequeños, pero sin participar jamás de su alegría.
El trabajo marchaba, pues, a las mil maravillas, con un método en el que se conocía la intervención del americano, cuyo sentido práctico no le abandonaba nunca. Doniphan se doblegaba a sus órdenes, lo que no hubiera hecho con Briant ni con nadie. En suma, reinaba un perfecto acuerdo entre todos.
La segunda quincena de Abril no fue tan buena. La temperatura tuvo una baja sensible, y varias veces, por la madrugada, el termómetro señaló cero. Por precaución, creyeron conveniente ponerse trajes de más abrigo, especialmente los pequeños, cuyo cuidado constituía la incesante preocupación de Briant. Tenía con ellos suma vigilancia, ya para que no se enfriasen los pies, ya para que no se expusieran a un aire frío cuando estaban sudando. Al menor constipado les obligaba a acostarse al lado de un buen brasero, que no se apagaba ni de noche ni de día. Varias veces, Dole y Costar, por hallarse resfriados, no pudieron salir de la tienda; pero Mokó, por indicaciones de Briant, no ahorraba las tisanas, cuyos ingredientes habían encontrado en el botiquín del schooner.
Comenzó el desarme del yate: las planchas de cobre que cubrían los costados del buque se quitaron con muchísimo esmero, para que, conservadas en buen estado, pudiesen servir en French-den, o sea en la cueva francesa; y una vez arrancado el blindaje, las tenazas, las pinzas y los martillos ayudaron a demoler el casco. Este trabajo lo hacían los pobres chicos con mucha lentitud; pero el 25 de Abril una borrasca vino a ayudarles con apreciable oportunidad.
Durante la noche, no obstante el mucho frío que hacía, se levantó una violenta tormenta; los relámpagos alumbraban el espacio, y el ruido del trueno no cesó en toda la noche, con gran espanto de los pequeños. Felizmente no llovió; pero fue necesario atar varias veces la lona, que el viento amenazaba arrancar, y si resistió, fue merced a la corpulencia de los árboles que la sostenían. No sucedió así con el yate, que, expuesto a los golpes del mar, se deshizo por completo. He aquí por qué dijimos que la borrasca había auxiliado en su trabajo a nuestros náufragos con oportunidad apreciable.
Vueltos al siguiente día a su ocupación, no tuvieron otra cosa que hacer sino recoger los restos del buque y transportarlos a la orilla derecha del río, a algunos pasos de la tienda. Gran trabajo, en verdad; más con tiempo, aun cuando no sin gran fatiga, se llevó a buen fin. Era cosa curiosa verlos enganchados a algún pesado madero tirando todos a la vez y excitándose por mil gritos; las cuerdas les servían de palanca, y con maderos redondos hacían correr las cosas de más peso, ¡Lástima que esos pobres muchachos no tuviesen consigo al padre de Briant y al de Garnett, porque el ingeniero y el capitán les hubieran corregido muchas faltas que cometieron y debían cometer aun! Sin embargo, Baxter de una inteligencia privilegiada en cuanto a mecánica, desplegó mucha destreza y mucho celo.
Por fin, el 28 por la noche todo lo que quedaba del Sloughi había sido llevado al sitio de embarque. Lo más difícil estaba hecho, puesto que el río era el encargado de llevarlo todo a French-den.
-Desde mañana empezaremos a construir la balsa, dijo Gordon.
-Sí, añadió Baxter; y para no tener que lanzarla luego al agua, propongo que la construyamos en la superficie del río.
-No será nada cómodo, dijo Doniphan.
-No importa, probamos, respondió el americano. Si tenemos más trabajo para armarla, no tendremos que cavilar para ponerla a flote.
Este modo de proceder era, en efecto, preferible, y aceptado por todos desde la siguiente mañana, se dispusieron los primeros maderos de aquella balsa, que había de ser de dimensiones bastante grande para recibir una carga muy pesada. Las vigas arrancadas del schooner, la quilla partida en dos, el palo de mesana, el trozo del mayor roto a tres o cuatro pies del puente, el bauprés y la verga de mesana, habían sido transportados a un sitio de la orilla, que no cubría la marca sino en la pleamar. Esperaron, pues, aquel momento, y cuando el flujo levantó los maderos, los empujaron hacia el río, en donde los reunieron con otros más pequeños, colocados en sentido inverso, atándolos fuertemente. De este modo obtuvieron una base sólida de unos treinta pies de largo por quince de ancho. Trabajaron sin descanso durante todo el día, y cuando la noche llegó, Briant tuvo la precaución de atar los maderos a los árboles para que la pleamar no se lo llevara todo río arriba, ni la marea baja hacia el mar.
Cansadísimos después de tan laborioso día, cenaron con gran apetito y durmieron sin despertarse hasta la mañana siguiente.
Tratábase ahora de colocar la plataforma de la balsa; utilizaron para ello las tablas del puente y del casco del Sloughi. Esta tarea necesitó tres días, a pesar de la prisa con que trabajaban, porque no había tiempo que perder, en atención a que algunas cristalizaciones es iban formando ya en la superficie de los charcos y también en las orillas del río. El abrigo de la tienda era también insuficiente, a pesar del brasero, y apenas si se resguardaban del frío apretándose unos contra otros, envueltos en las mantas. Era imprescindible apresurarse para empezar la instalación definitiva en French-den, porque allí, así a lo menos lo esperaban, sería posible resistir los rigores del invierno, tan rudos en aquellas latitudes; así es que colocaron la plataforma del mejor modo posible para que no se deshiciera en el camino y se hundiese todo el material en el lecho del río, que eso hubiera sido para ellos de penosa y tristísima trascendencia.
-No importa que tardemos veinticuatro horas más, dijo Wilcox.
-Sí importa, repuso Briant, pues tenemos interés en concluir antes del día 6 de Mayo.
-¿Por qué? preguntó Gordon.
-Pasado mañana entramos en el plenilunio, repuso Briant, y las mareas crecerán durante algunos días. Cuanto más fuertes sean, más nos ayudarán a remontar el curso del río. Piénsalo bien, Gordon; si tuviésemos que sirgar, es decir, tirar de la balsa con cuerdas o empujarla con bicheros, jamás llegaríamos a vencer la corriente.
-Tienes razón, respondió el americano; es preciso partir, lo más tarde, dentro de tres días.
Y convinieron en no descansar hasta que todo estuviese concluido.
El 3 de Mayo se ocuparon del cargamento, y lo hicieron con el cálculo y cuidado necesarios para que al marchar la balsa no perdiera el equilibrio.
Todos trabajaron, cada uno según sus fuerzas. Jenkins, Iverson, Dole y Costar fueron los encargados de acarrear las cosas más menudas, como utensilios, herramientas e instrumentos, y ponerlos sobre la plataforma, en donde Briant y Baxter las disponían metódicamente, siguiendo las indicaciones de Gordon. En cuanto a los objetos de más peso, Baxter estableció una especie de cabrestante con poleas encontradas a bordo, lo que permitió levantar los fardos con más facilidad y dejarlos caer sin choque alguno en la balsa. Procedieron con tanta prudencia y celo, que en la tarde del 5 de Mayo cada objeto estaba en su sitio, no restándoles más que hacer que soltar las amarras.
Esto se llevaría a efecto al día siguiente, a las ocho de la mañana, hora en que la marca empezaría a influir en la embocadura del río.
Todos se hallaban satisfechos de su obra; los pequeños operarios pensaban que, concluido su trabajo, iban a poder descansar hasta la noche, descanso bien merecido por cierto; pero no sucedió tal, pues una proposición muy razonable del americano les dio aun que hacer.
-Compañeros, dijo; pues que vamos a alejarnos de la bahía, no podremos vigilar el mar, y si algún buque viniera por este lado, sería imposible hacer señales pidiendo amparo; así es que opino que colocando un mástil en el acantilado con una bandera, bastará, así lo espero, para llamar la atención de cualquier barco que pase cerca de la isla.
-La proposición se aceptó por unanimidad, y uno de los palos fue arrastrado hasta el pie de las rocas, cuyo talud, cerca de la orilla del río, ofrecía una pendiente bastante fácil de subir. Cuando llegaron a la cima, plantaron el mástil a una profundidad bastante grande para que resistiese a los embates de los vientos, y por medio de una cuerda, Baxter izó el pabellón inglés, que Doniphan saludó con una descarga de su escopeta.
-¡Hombre, hombre! dijo Gordon dirigiéndose a Briant; mira a Doniphan, que acaba de tomar posesión de la isla en nombre de Inglaterra.
-Me extrañaría mucho que no le perteneciera ya, respondió Briant.
Gordon hizo una mueca, en son de protesta, pues él, según el modo que tenía de hablar cuando se ocupaba de aquella isla, daba a entender que la creía americana.
El 6 de Mayo, a la salida del sol, todos estaban en pie, y comenzaron a deshacer la tienda y a transportar las camas a la balsa, cubriéndolo todo con las velas para que ningún objeto sufriera desperfecto alguno.
A las siete los preparativos estaban terminados. La plataforma se había dispuesto de tal modo, que podían instalarse en ella dos o tres días, si necesario fuese; y en cuanto a las provisiones, Mokó había apartado lo preciso para el viaje, sin necesidad de encender fuego.
A las ocho y media se colocaron todos en la balsa, poniéndose los mayores en los bordes, armados con bicheros o palos, único medio de dirigirla.
Un poco antes de las nueve la marea empezó a subir, y entonces un crujido sordo se dejó oír en el maderamen; pero después de este esfuerzo, ninguna dislocación era de temer.
-¡Atención! gritó Briant.
-¡Atención! replicó Baxter.
Ambos estaban junto a las amarras que detenían la embarcación por delante y por detrás.
-¡Estamos prontos! exclamó Doniphan, colocado con Wilcox en la parte anterior de la plataforma.
Y después de asegurarse de que la balsa andaba a impulsos de la marea, Briant gritó:
-¡Largad!
La orden fue ejecutada sin dilación, y libre ya de toda amarra, la débil embarcación remontó lentamente la corriente, llevando a remolque la canoa.
La alegría fue general cuando vieron que aquella pesada máquina se ponía en movimiento, y de seguro que si hubieran construido un navío de tres puentes, no hubiesen estado tan satisfechos. ¡Perdonémosle este pequeño sentimiento de vanidad!
La orilla derecha, llena de árboles, era algo más elevada que la izquierda, estrecho ribazo que seguía a lo largo de los pantanos. Briant, Baxter, Doniphan, Wilcox y Mokó ponían todo su cuidado en evitar que la embarcación atracase en aquella orilla, manteniéndola lo más cerca posible de la derecha, en donde el flujo se hacía sentir con más fuerza.
El curso del río, desde su salida del lago hasta su embocadura, era de unas seis millas, y como no podían recorrer más que dos durante la pleamar, necesitarían lo menos tres días para llegar a French-den.
A las once, iniciándose ya el descenso de las aguas, se apresuraron a amarrar fuertemente la balsa para que no retrocediera, pues si es verdad que podían también aprovechar la marea de la noche, no era razonable aventurarse en la oscuridad.
-Creo que cometeríamos una imprudencia, dijo Gordon, porque los choques podrían ocasionarnos desperfectos, y soy de parecer que no viajemos más que de día.
Esta proposición era demasiado sensata para no obtener la aprobación general, pues valía más tardar que comprometer el precioso cargamento entregado a la corriente del río.
Como tenían que estar medio día y una noche entera en el mismo sitio, Doniphan y sus compañeros de caza, aprovechando la ocasión y seguidos de Phann, desembarcaron en la margen derecha.
Gordon les recomendó que no se alejaran mucho, lo que tuvieron en cuenta, trayendo, sin embargo, dos hermosas avutardas y varias perdices, que conservó Mokó para la primera comida que hicieran en la cueva francesa.
Durante aquella pequeña excursión, Doniphan no descubrió ningún indicio que revelase la presencia antigua o reciente de seres humanos, siendo lo único que llamó su atención algunos volátiles de gran tamaño que huían precipitadamente por entre los matorrales.
El día acabó sin novedad, y Baxter, Webb y Cross, prontos a cualquier evento, velaron toda la noche, hasta que, llegadas las nueve y tres cuartos de la mañana, comenzaron a navegar en las mismas condiciones que la víspera.
La noche había sido fría, y el día lo fue también. Era, por lo tanto, urgente que llegasen cuanto antes a su nueva morada, pues ¿qué sería de ellos si el río se helara o si algún témpano saliera del lago dirigiéndose a la Bahía de Sloughi? Y sin embargo, no era fácil andar más aprisa durante el flujo, e imposible remontar la corriente en la bajamar.
A la una de la tarde hicieron alto al lado de la hondonada que Briant y sus compañeros habían visto a su vuelta a la bahía Sloughi, y Mokó, Doniphan y Wilcox montaron en la canoa para reconocer aquel barranco, no deteniéndose sino por falta de agua. Este charco parecía ser una prolongación de los pantanos, y muy rico en aves acuáticas. Doniphan mató algunas chochas, que se guardaron con las avutardas y las perdices.
La noche fue tranquila, pero glacial, y a pesar de todas las precauciones que se tomaron, sufrieron mucho frío sobre aquellas tablas, especialmente los pequeños, hasta el punto de que Jenkins e Iverson, dejándose llevar de su mal humor, se quejaron por haber dejado el campamento de Sloughi-bay, siendo preciso que Briant les diera aliento con caricias y dulces palabras.
Por fin, al día siguiente por la tarde, y con la ayuda de la marea, que duró hasta las tres y media, la balsa llegó cerca del lago y atracó a la orilla, frente a French-den, o sea la cueva de Francisco Baudoin.

17 de febrero de 2012

Capítulo lX

Visita a la cueva. -Muebles y utensilios. -Las bolas y el lazo. -El reloj. -El cuaderno casi ilegible. -El mapa del náufrago. -En dónde se hallan. -Vuelta al campamento. -La orilla derecha del río. -La hondonada. –Las señales de Gordon.
Briant, Doniphan, Wilcox y Service guardaban un profundo silencio. ¿Quién era aquel hombre que había muerto en aquel sitio? ¿Era un náufrago, a quien los socorros habían faltado hasta su última hora? ¿A qué nación pertenecía? ¿Había llegado joven, o viejo, a aquel aislado punto de la tierra? ¿Había muerto anciano ya? Si era un náufrago, ¿había tenido compañeros de desgracia que con él escapasen de la catástrofe, quedándose por fin solo después de la muerte de sus compañeros?
Los diferentes objetos encontrados en la cueva, ¿pertenecían a un buque, o los construyó él?
¡Cuantas reflexiones, cuantas dudas de tan difícil solución!
Pero si aquel hombre había encontrado refugio en un continente, ¿por qué no había partido en busca de una ciudad del interior o de un puerto del litoral? ¿La distancia que tenía que recorrer era tan grande, o tan penosa, que obligase a renunciar a ella? Lo cierto es que aquel desgraciado había caído, debilitado por la enfermedad o por la vejez, y que no habiendo tenido suficientes fuerzas para volver a la cueva, había fallecido al pie de aquel árbol. Y si los medios le habían faltado para buscar su salvación, bien por el Norte, o ya por el Este de aquel territorio, ¿no sucedería lo mismo a los jóvenes náufragos del Sloughi?
Nuestros valerosos muchachos comprendieron la necesidad de practicar en la cueva un minucioso registro, pues tal vez encontrarían algún documento que les diera a conocer el origen de aquel hombre y la duración de su estancia, siendo además muy conveniente saber si podrían instalarse allí durante el invierno, después de abandonar el schooner.
-Venid, dijo Briant.
Y seguidos de Phann, penetraron por segunda vez en la cueva.
El primer objeto que llamó su atención fue un paquete de velas, fabricadas con estopa y grasa, colocadas sobra una tabla sujeta en la pared de la derecha. Service encendió una, colocándola en el candelero.
Teniendo ya luz, principiaron por reconocer las condiciones de la cueva. No presentaba ningún indicio de humedad, a pesar de no tener otra ventilación que el orificio que le servía de entrada. Sus paredes eran tan secas como si fueran de piedra, sin ninguna de aquellas filtraciones cristalinas que en algunas grutas de pórfido o de granito forman las estalactitas. Su orientación la ponía al abrigo de los vientos del mar, y si bien era muy oscura, este inconveniente se combatía con facilidad haciendo una o dos aberturas que proporcionasen luz y renovasen el aire.
Sus dimensiones eran de treinta pies de largo por veinte de ancho; algo pequeña para dormitorio, comedor, cocina y almacén; pero como no se trataba más que de una estancia de cinco o seis meses, sufrirían con paciencia aquella molestia. Briant hizo después un inventario de los objetos encerrados en ella. Pocos eran, en verdad; aquel desgraciado había debido llegar allí en un completo estado de desnudez. El camastro, una mesa, un taburete y un cofre, fue el único mobiliario que encontraron. Menos favorecido aquel infeliz que los náufragos del Sloughi, no había tenido, como ellos, un material completo a su disposición, pues los chicos no hallaron en la cueva más que algunas herramientas, una azada, un hacha, dos o tres utensilios de cocina, un tonel que debía haber contenido aguardiente, un martillo, dos cortafríos y una sierra. Estos objetos debían haber sido transportados en la embarcación cuyos restos se hallaban a orillas del río.
Las investigaciones continuaron, dando por resultado el hallazgo de una navaja de varias hojas, rotas en su mayor parte, un pasador, un compás y una olla de hierro. Ningún instrumento de marina aparecía ni brújula, ni anteojo, ni siquiera un arma para cazar o para defenderse de los indígenas o de las fieras.
Sin embargo, como era preciso comer, aquel hombre se habría visto ciertamente obligado a usar trampas para coger aves u otros animales. Un instante después ya sabían a qué atenerse respecto a este particular, porque Wilcox exclamó:
-¿Qué es esto?
-Un juego de bolos, respondió Service.
-¡Un juego de bolos! repitió sorprendido Briant. Pero conoció en seguida el uso a que habían sido destinadas las dos piedras redondas que Wilcox acababa de coger del suelo. Era uno de tantos artefactos de caza, llamadas bolas, que se componen de dos, atadas por una cuerda, y que usan mucho los indios de la América meridional. Cuando una mano hábil lanza aquellas bolas, se enrollan en las piernas del animal, paralizando sus movimientos y haciéndolo presa del cazador.
Encontraron también un lazo, formado con una larga correa: este instrumento es maneja lo mismo que las bolas, pero a una distancia más corta.
Tal fue el inventario de los objetos encontrados en la gruta.
Briant y sus compañeros eran mucho más ricos; más también es cierto que éstos eran unos niños, y el otro era un hombre.
Pero ese hombre, ¿era un simple marino o un oficial, cuya inteligencia se había desarrollado con el estudio? Difícil hubiera sido adivinarlo sin un nuevo descubrimiento, que permitió caminar con más seguridad en la vía de la certidumbre.
A la cabecera del camastro, y debajo de un pedazo de la manta que Briant había movido, Wilcox encontró un reloj colgado de un clavo. Este reloj, menos ordinario que los que usan los marineros, tenía dos tapas de plata, con una cadena del mismo metal, de la que pendía la llave.
-¡La hora!... ¡Veamos la hora! exclamó Service.
-La hora no nos dirá nada, respondió Briant.
Probablemente este reloj se habrá parado muchos días antes de la muerte de su dueño. Briant abrió la tapa con mucho trabajo; las agujas señalaban las tres y veintisiete minutos.
-Pero, dijo Doniphan, este reloj tendría grabado algún nombre... Esto puede indicar...
-Tienes razón, replicó Briant.
Y después de mirar en el interior, leyó estas palabras: Delpeuch, Saint-Maló, el nombre del fabricante y sus señas.
-¡Era un francés, un compatriota mío! exclamó Briant conmovido.
No había que dudar ya; un francés había vivido en aquella cueva hasta que la muerte puso término a tanta miseria. Otra prueba vino pronto a confirmar la primera. Doniphan movió el camastro, y encontró en el suelo un cuaderno, cuyas hojas, amarillentas, estaban escritas con lápiz; por desgracia, la mayor parte se hallaban borradas; mas sin embargo, pudieron descifrar algunas palabras, y entre otras éstas: Francisco Baudoin. Un nombre y apellido que correspondían perfectamente a las iniciales grabadas en el árbol por el náufrago. Ese cuaderno debía de ser el diario de su vida desde que arribó a aquella costa. En los fragmentos que Briant pudo descifrar, se encontraba también otro nombre: Duguay-Trouin, que sin duda era el nombre del buque que se había perdido en aquellos lejanos parajes del Pacífico.
Al principio del cuaderno había una fecha, la misma que estaba inscrita en el árbol debajo de las iniciales, y que debía ser la del naufragio.
Hacia, pues, cincuenta y tres años que Francisco Baudoin había llegado a aquel litoral. Más que nunca, nuestros pequeños amigos se dieron cuenta de la gravedad de su situación. Si un hombre, un marino, habituado a rudos trabajos, no había podido salir de allí, ¿era posible que lo verificasen ellos?
Otro nuevo hallazgo iba a probarles además que toda tentativa era inútil. Hojeando el cuaderno, Doniphan encontró un papel doblado entre las hojas. Era un mapa, trazado con una tinta particular, que debía componerse de agua y hollín.
-¡Un mapa!... exclamó.
-Dibujado, de seguro, por Francisco Baudoin, añadió Briant.
-Si es así, ese hombre no podía ser un simple marinero, dijo Wilcox, sino uno de los oficiales del Duguay-Trouin, puesto que tenía capacidad bastante para levantar un mapa.
-¡Será tal vez de!... exclamó Doniphan.
Sí; era un mapa del territorio en que se hallaban. A primera vista se conocía perfectamente Sloughi-bay, los arrecifes, la playa en donde habían establecido su campamento, el lago del que Briant y sus compañeros habían seguido la orilla occidental, los tres islotes de alta mar, el acantilado, formando curva hasta las márgenes del río, y los bosques que cubrían toda la parte central.
En la opuesta orilla del lago había otros bosques, que se extendían hasta los bordes de otro litoral, bañado por el mar en todo su perímetro. Era, pues, imposible buscar la salvación hacia el Este. Briant tenía razón; el mar rodeaba aquel supuesto continente... ¡Era una isla, y he aquí el motivo por qué Francisco Baudoin no había podido salir de allí!
Fácilmente se conocía en aquel mapa que los contornos de la isla estaban dibujados con bastante exactitud, demostrando además que el náufrago había recorrido aquel terreno en todos sentidos, puesto que se dejaban ver los principales accidentes geográficos, siendo él sin duda el que había construido el ajoupa o choza donde durmieron los niños la primera noche de su exploración, y aquella calzada del riachuelo que tan profunda sorpresa les causara.
Según el mapa de Francisco Baudoin, aquel territorio afectaba una forma oblonga, y parecía una enorme mariposa con las alas desplegadas, siendo estrecho en su parte central, entre Sloughi-bay y otra bahía que estaba al Este. Había además una tercera, mayor que las otras en la parte meridional. En medio de un cuadro de grandes bosques se desarrollaba el lago, de dieciocho millas de largo por cinco de ancho; dimensiones bastante grandes para que Doniphan y sus compañeros no hubieran podido percibir nada en sus orillas del Norte, del Este y del Sur. Varios ríos salían de aquel lago, y el más notable era el que, corriendo delante de la cueva, desembocaba en Sloughi-bay, cerca del campamento.
La única altura algo importante de esta isla parecía ser el acantilado, formando curva desde el promontorio, al Norte de la bahía, hasta la margen derecha del río. El mapa señalaba la costa septentrional como arenosa y árida, mientras que del otro lado del río se extendía un inmenso pantano, que concluía en un agudo cabo hacia el Sur.
Al Noroeste y al Sudeste aparecían largas hileras de dunas, que daban a aquella parte del litoral un aspecto muy diferente de Sloughi-bay. En fin; si la escala que se encontraba al pie del mapa era exacta, la isla medía unas ciento cincuenta millas de Norte a Sur, por veinticinco en su parte más ancha de Este a Oeste; y, teniendo en cuenta las irregularidades de su configuración, presentaba un desarrollo de ciento cincuenta millas de circunferencia.
En cuanto a saber a qué punto de la Polinesia pertenecía, o si se hallaba o no en medio del Pacífico, era imposible saberlo.
Era, pues, una instalación definitiva, y no provisional, la que se imponía a los náufragos del Sloughi, y puesto que la gruta les ofrecía un excelente refugio, convenía transportar allí todo el material antes de que las primeras borrascas del invierno concluyesen de destruir el schooner.
Convenía, por consiguiente, volver al campamento sin más tardar.
Gordon debía estar lleno de inquietud, porque habían pasado ya tres días desde la partida de Briant y sus compañeros, y temía que les hubiera sucedido algo.
Acordaron, pues, emprender la vuelta aquel mismo día a las once.
Era inútil subir otra vez al acantilado, puesto que el mapa indicaba que el camino más corto era seguir la orilla derecha del río que corría de Este a Oeste.
Había que andar unas siete millas, que bien podían recorrerse en lo que restaba hasta el anochecer.
Pero antes de alejarse, nuestros jóvenes quisieron realizar una de las obras de misericordia. Abrieron una fosa al pie del mismo árbol en que Francisco Baudoin grabó las iniciales de su nombre, y colocaron en ella los restos secos del desgraciado náufrago, plantando encima una cruz de madera. Después que cumplieron esta piadosa ceremonia, volvieron a la cueva, cuyo orificio taparon para que ningún animal penetrara en ella, y después de haber apurado lo que les quedaba de comestibles, emprendieron su ruta por la margen derecha del río.
Briant no cesaba de examinar su curso para ver si sería fácil, con una embarcación cualquiera o una balsa, utilizar aquella vía fluvial para el transporte de todo el material del Sloughi, aprovechando la marea alta, cuya acción se hacía sentir hasta el lago. Lo temible sería se cambiara en torrente, o que la falta de anchura o de profundidad le hiciese impracticable; pero, gracias a Dios, no sucedió así, toda vez que en el espacio de tres millas que habían andado ya, el río se presentaba en excelentes condiciones de navegación. Sin embargo, a las cuatro de la tarde tuvieron que dejar de seguir la orilla, porque estaba cortada por una hondonada pantanosa, en la que no se podía andar sin peligro, y esto les obligó a tomar otra vez el camino del bosque.
Con la brújula en la mano, Briant se dirigió entonces hacia el Noroeste para ir a Sloughi-bay por el trayecto más corto; pero se retrasaron bastante, porque las hierbas eran tan altas, que dificultaban mucho la marcha, y además la oscuridad llegó muy pronto, por causa de la espesura de los abedules, de los pinos y de las hayas. En tan malas condiciones anduvieron dos millas, y a las siete no sabían en donde se encontraban, temiendo haberse extraviado.
¿Tendrían qué pasar la noche debajo de los árboles? Eso era lo de menos, si no se hubieran acabado las provisiones.
-Marchemos siempre, dijo Briant; andando en la dirección indicada, no tenemos más remedio que llegar a Sloughi-bay.
-Como no sea que ese mapa nos haya dado falsas indicaciones, respondió Doniphan, y resulta que ese río no sea el que desemboca en la bahía.
-¿Y por qué no ha de ser éste, Doniphan?
-¿Qué motivos tienes para creer lo contrario, Briant?
Como se ve, Doniphan, que no estaba satisfecho con el triunfo de su compañero, se obstinaba en no creer exacto el mapa del náufrago. Y, sin embargo, no se podía negar que en la parte recorrida por nuestros jóvenes, la carta geográfica presentaba el país tal cual era.
Briant no quiso discutir, y prosiguieron resueltamente su camino.
A las ocho, no sabiendo por dónde andaban (tan grande era la oscuridad), observaron de repente que por un claro del bosque aparecía una luz bastante viva, propagándose por el espacio.
-¿Qué es esto?... dijo Service.
Es una estrella errante, según creo, dijo Wilcox.
-¡No, es un cohete!... replicó Briant; un cohete lanzado desde el Sloughi.
-¡Y por consiguiente una señal de Gordon! - exclamó Doniphan, que contestó con un tiro.
Un segundo cohete se vio en el espacio; Briant y sus compañeros, sin duda alguna ya respecto al punto en donde se encontraban, marcharon en aquella dirección, y tres cuartos de hora después llegaban al campamento del Sloughi.
Era, en efecto, el americano, que por temor de que se hubiesen extraviado, había tenido la buena idea de lanzar al espacio algunos cohetes a fin de señalarles la posición del schooner.
Excelente idea, sin la que nuestros cuatro muchachos no hubieran descansado de sus fatigas en sus camitas del yate.

Capítulo Vlll

Reconocimiento al Oeste del lago. -Bajando la orilla. -Vista de avestruces. -Un río que sale del lago. -Noche tranquila. -El contrafuerte del acantilado. -Un dique. -Restos de una canoa. -La inscripción. -La cueva.
La importante cuestión, de la que dependía la salvación de los jóvenes náufragos, quedaba aun por resolver, pues que aquel supuesto mar era un lago, no daba lugar a dudas.
Pero ¿no era posible que dicho lago perteneciera a una isla, y que, prolongando la expedición más allá, es encontraran tal vez con un verdadero mar, sin ningún medio de atravesarlo?
Aquel lago presentaba dimensiones considerables, puesto que un horizonte de cielo le encerraba en las tres cuartas partes de su perímetro; era, pues, admisible que estuviesen en un continente, y no en una isla.
-Entonces hemos naufragado en el continente americano, dijo Briant.
-Siempre lo he pensado así, respondió Doniphan, y creo que no me equivoco.
-De todas maneras resulta, repuso Briant, que era agua lo que yo vi al Este.
-Sí, mas no el mar.
Esta réplica, hecha con cierta satisfacción interior, demostraba en Doniphan más vanidad que corazón. Briant no insistió; además, en interés de todos era mejor que se hubiera equivocado, porque sobre un continente no estarían prisioneros como en una isla.
Hacíase necesario, sin embargo, esperar un tiempo más favorable para emprender un viaje al Este, porque las dificultades que habían encontrado en la corta expedición que acababan de verificar serían mucho mayores cuando se tratase de ir todos juntos.
Empezaba el mes de Abril, y sabido es que el invierno, en la zona austral, se presenta mucho más precoz que en la boreal. No podían ponerse en camino basta la primavera, y, sin embargo, la estancia en aquella bahía del Oeste, sin cesar castigada por los vientos del mar, no tenía nada de agradable, y se verían en la precisión de abandonar el buque antes de terminar el mes. Así es que, puesto que Gordon y Briant no habían podido encontrar ningún refugio en el basamento occidental el acantilado, era necesario ver si podían establecerse en mejores condiciones por el lado del lago. Esta nueva exploración se imponía, aunque ocasionase un retraso de un día o dos. Gordon experimentaría sin duda viva inquietud; pero Briant y Doniphan no titubearon, en atención a que tenían provisiones para cuarenta y ocho horas aun, y como nada anunciaba un cambio atmosférico decidiéronse a bajar hacia el Sur, costeando aquella inmensa laguna.
Otro motivo, además, les inducía a llevar más lejos sus indagaciones. Aquella parte del territorio había sido habitada, o a lo menos frecuentada por indígenas, como lo daban a entender la calzada del riachuelo y la cabaña, cuya construcción denotaba la presencia del hombre en una época más o manos reciente.
Tal vez otros indicios les darían a conocer que, si no indígenas, algún náufrago había vivido allí, como ellos, hasta llegar a alguna ciudad del continente, y esto bien merecía la pena de prolongar la exploración de aquella costa. La cuestión, pues, consistía en determinar si debían dirigirse hacia el Sur o el Norte; pero como yendo al Sur se aproximaban al Sloughi, resolvieron andar en aquella dirección.
A las ocho y media se pusieron en marcha por la llanura cubierta de dunas llenas de hierbas. Phann levantaba bandadas de perdices, que se refugiaban en los grupos de lentiscos o de helechos; mas no era prudente tirar, para no llamar la atención de alguna tribu de salvajes que visitara de vez en cuando el lago.
Siguiendo la orilla, tan pronto al pie de las dunas como del banco de arena, nuestros jóvenes pudieron andar unas diez millas durante el día, sin demasiada fatiga. Ninguna huella encontraron de indígenas, y si aquel territorio había estado habitado por alguien, no parecía serlo en la actualidad.
Tampoco vieron por allí fieras ni rumiantes de ninguna especie. Dos o tres veces por la tarde, algunos volátiles aparecieron en el límite del bosque pero fue imposible acercarse a ellos. Al  divisarlos, Service, exclamó:
-¡Son avestruces!
-Muy pequeños, respondió Doniphan.
-Si son avestruces, replicó Briant, y estamos en un continente...
-¿Lo dudas aún? replicó Doniphan con ironía.
-Debe ser el continente americano, en el que estos animales se encuentran en gran número, continuó Briant; eso es todo lo que yo quería decir.
A eso de las siete de la tarde hicieron alto, calculando que al día siguiente, como no surgiera algún obstáculo, llegarían a Sloughi-bay (bahía del Sloughi), nombra que dieron a aquella parte del litoral en donde se perdiera el schooner.
De todos modos, durante aquella noche les hubiera sido imposible ir más allá en dirección al Sur, pues por allí corría uno de aquellos ríos que salían del lago, y que tendrían que atravesar nadando, cosa que la densa oscuridad que reinaba no permitía hacer, así como tampoco estudiar la disposición del terreno en que se encontraban.
Briant y sus compañeros, después de cenar, no pensaron más que en el descanso, bajo la bóveda del cielo esta vez, pues no tenían choza para resguardarse.
Todo estaba tranquilo en el lago y en la playa. Los cuatro muchachos, acostados al pie de un haya, durmiéronse con tan profundo sueño, que el trueno más recio no los hubiera despertado; así es que ni ellos ni Phann oyeron unos ladridos bastante cercanos, que debían ser de chacales, ni aullidos más lejanos, que parecían ser de fieras. En aquellas comarcas, en donde los avestruces vivían en estado salvaje, era de temer encontrar jaguares o conguares, que son el tigre y el león de la América meridional.
La noche pasó sin incidente de ninguna clase; mas a las cuatro de la mañana, antes que el alba blanqueara el horizonte, el perro gruñó sordamente, oliendo el suelo como si quisiera buscar una pista. Eran cerca de las siete cuando Briant despertó a sus compañeros, acurrucados debajo de las mantas. En seguida se levantaron, mientras que Service comía un pedazo de galleta, los demás se pusieron a examinar el terreno más allá del río.
-En verdad, exclamó Wilcox, que hemos acertado anoche en no pasar al otro lado, pues que, según se ve, es un terreno pantanoso.
-En efecto, respondió Briant; es un pantano lo que se extiende al Sur, y tan grande, que no se alcanza a ver el fin.
-¡Mirad, exclamó Doniphan, cuántos patos, cercetas y chochas revolotean en su superficie! ¡Si pudiésemos instalarnos aquí para pasar el invierno, no nos faltaría caza!
-¿Y por qué no? dijo Briant, dirigiéndose hacia la orilla derecha.
Mas atrás de esta ribera se levantaban rocas muy altas, que terminaban en un contrafuerte de tal aspecto, que parecía cortado a pico, y cuyos enveses se unían casi en ángulo recto, uno hacia el lago y otro hacia el río. ¿Sería el mismo acantilado que rodeaba Sloughi-bay, prolongándose al Noroeste?
Esto no podía saberse sino después de un minucioso reconocimiento de aquella región.
En cuanto al río, su orilla derecha, con anchura de unos veinte pies, seguía la base de las rocas, y la izquierda era tan baja, que apenas se distinguía cortes, aguazales y barrancos de esa llanura pantanosa que se desarrollaba hasta perderse de vista al Sur. Para conocer la dirección de ese río sería preciso subir a las rocas, y Briant se prometía verificar aquella ascensión antes de volver a Sloughi-bay.
Se trataba, en primer lugar, de examinar el punto en que las aguas del lago se vertían en el lecho del río, que si bien no medía en el sitio en que ellos se encontraban sino cuarenta pies de latitud, debía ensanchar mucho más en su embocadura, así como también recibir quizá algún afluente, bien de los pantanos, o tal vez de la meseta superior.
-¡Venid aquí y mirad! exclamó Wilcox en el momento en que llegaba al pie del contrafuerte.
Lo que llamaba su atención era un amontonamiento de piedras formando dique, colocadas del mismo modo que las de la calzada del arroyo.
-¡Ya no cabe duda! dijo Briant.
-No, respondió Doniphan, enseñando restos de madera en el extremo del dique.
Esos restos habían pertenecido al casco de una embarcación, y se veía, entre otros pedazos, uno medio podrido y cubierto de musgo, del que pendía una argolla de hierro carcomida por la herrumbre, indicando bien a las claras, por su curva, que era parte de la roda.
-¡Una argolla! ¡Una argolla! exclamó Service.
Y todos inmóviles miraban en derredor, creyendo que iba a aparecer el hombre que se había servido de aquella canoa y levantado aquel dique. Pero ¡vana esperanza! Muchos años habían pasado desde que aquella embarcación había sido abandonada en la orilla del río. El hombre que se sirvió de ella había vuelto tal vez a su patria, o se había apagado su vida en aquella tierra, lejos de todo socorro.
Mas era de ver la emoción que hubo de apoderarse de nuestros jóvenes ante tales testimonios de una intervención humana, de la que no podían dudar; emoción que aumentó algún tanto cuando se fijaron en el singular modo de obrar del perro, que no parecía sino que había encontrado una pista, pues levantaba las orejas, agitaba con violencia el rabo y husmeaba el suelo, poniendo el hocico debajo de las hierbas.
-¡Mirad lo que hace Phann! dijo Service.
-¡Algo ha olfateado! respondió Doniphan, avanzando hacia el perro.
Este acababa de pararse, con una pata levantada y el cuello tendido, hasta que se lanzó hacia unos árboles agrupados al pie de las rocas próximas al lago.
Briant y sus compañeros lo siguieron, y algunosinstantes después se detenían ante una vieja haya, en cuya corteza estaban grabadas dos letras y una fecha, dispuestas de este modo:
F. B.
1807
Nuestros jóvenes expedicionarios se hubieran quedado mucho tiempo mudos e inmóviles ante aquella inscripción si Phann, volviendo sobre sus pasos, no hubiera desaparecido en el ángulo del contrafuerte.
-¡Aquí, Phann, aquí!... gritó Briant.
El perro no volvió, pero continuaban oyéndose sus ladridos precipitados.
-Atención, dijo Briant; no nos separemos, y estemos alerta, porque algo extraordinario sucede al perro.
Era preciso, en efecto, obrar con mucha circunspección, porque era posible que se hallase allí una tribu de esos indios feroces que infestan las pampas del Sur de América.
Los pobres náufragos del Sloughi, con las escopetas armadas, los revólvers en la mano y prontos a defenderse, echaron a andar, y dando vuelta al contrafuerte, se deslizaron por el ribazo del río. No bien anduvieron veinte pasos, cuando Doniphan se bajó para recoger un objeto que había en el suelo.
Era una azada, cuyo mango estaba medio podrido; una azada, fabricada en América o en Europa, y no por los salvajes de la Polinesia. Lo mismo que la argolla de la embarcación, estaba completamente oxidada, y no cabía duda de que hacía muchos años que se hallaba en aquel sitio.
Allí se veían también algunas señales de cultivo, surcos trazados con irregularidad y un cuadro de batatas, que la falta de labor había vuelto silvestres.
De repente un lúgubre aullido atravesó el espacio, y a poco Phann volvió, dominado por una agitación inexplicable. Daba vueltas, corría delante de sus amos, los miraba, los llamaba, y parecía que les quería decir: «seguidme.»
-¡Algo extraordinario sucede! dijo Briant, que procuraba tranquilizar al perro.
-Vamos adonde quiera llevarnos, respondió Doniphan, haciendo señas a Wilcox y a Service para que lo siguieran.
Diez pasos más allá, Phann se puso de pie ante un montón de maleza y de arbustos, cuyas ramas se enredaban en la base misma de las rocas.
Briant avanzó para ver si había oculto allí el cadáver de algún animal o tal vez de un hombre, descubierto por el perro; mas apartando las ramas, observó una estrecha abertura.
-¿Habrá aquí alguna cueva? exclamó echándose hacia atrás.
-Es probable, respondió Doniphan; pero ¿qué habrá ahí dentro?
-¡Ya lo sabremos! dijo Briant, quien con su hacha se puso a cortar las ramas que obstruían el orificio; y deteniéndose a escuchar, no oyó ningún ruido sospechoso.
Service trató de penetrar por el agujero, pero Briant le dijo:
-Veamos primero lo que hace Phann, que sin cesar lanza esos ladridos tan sordos y tan poco tranquilizadores que estamos oyendo.
Parecía natural que, si algún ser viviente hubiera estado escondido en aquella cueva, ya habría salido.
De todas maneras, era necesario saber a qué atenerse: Briant, en previsión de que el aire estuviera viciado, encendió un puñado de hierba seca y lo arrojó al interior; mas como al esparcirse por el suelo siguiesen ardiendo, fue prueba clara de que el aire era respirable.
-¿Entramos?... preguntó Wilcox.
-Sí, respondió Doniphan.
-Esperad un poco para que veamos, dijo Briant.
Y cortando una rama resinosa de uno de los pinos que crecían a orillas del río, la encendió, y seguido de sus compañeros, se deslizó por entre la maleza.
El orificio medía cinco pies de alto por dos de ancho; pero aparecía agrandado en seguida, presentando un ensanche de unos diez pies por veinte respectivamente, cuyo suelo estaba cubierto de arena muy fina y seca.
Al entrar, Wilcox tropezó con un taburete de madera, colocado al lado de una mesa, en la que se veía un cántaro de barro, anchas conchas que debieron servir de platos, un cuchillo, cuya hoja estaba enmohecida y mellada, dos o tres anzuelos y una taza de hoja de lata, vacía también, como el cántaro. Arrimado a la pared opuesta se veía un cofre hecho con tablas, toscamente preparadas y ajustadas, que encerraba vestidos hechos jirones. No había, pues, duda de que esta excavación había sido habitada. Pero ¿en qué época, y por quién? El ser humano que vivió allí, ¿yacía en algún rincón?... En el fondo había un miserable camastro, cubierto con una manta de lana hecha pedazos, y a la cabecera otra taza y un candelero de madera, que no conservaba ya más que un trozo de mecha carbonizada.
Nuestros muchachos se echaron hacia atrás, pensando que aquella manta ocultaba un cadáver; pero por fin Briant, más resuelto que los otros, y venciendo su repugnancia, la levantó.
No había nada.
Un instante después salieron vivamente impresionados, uniéndose a Phann, que no dejaba de aullar.
Bajaron entonces por el ribazo del río, y a unos cuantos pasos se detuvieron bruscamente: un sentimiento de horror les clavó en su sitio.
Allí, entre las raíces de un haya, yacían los restos de un esqueleto.
-Aquí, en este sitio, dijo Briant, vino a morir el desgraciado habitante de esa cueva, en donde vivió, sin duda, muchos años: ¡y ese silvestre abrigo, del que había hecho su morada, ni siquiera le sirvió de tumba!

15 de febrero de 2012

Capítulo Vll

El bosque de abedules. -Desde lo alto del acantilado. -A través del bosque. -Una barrera sobre el «creek». -El río conductor. -Campamento para la noche. -La choza. -La línea azulada. -Phann bebe.
Briant, Doniphan, Wilcox y Service partieron a las siete de la mañana. El sol, subiendo en el cielo sin nubes, anunciaba uno de aquellos hermosos días que el mes de Octubre ofrece algunas veces a los habitantes de las zonas templadas del hemisferio boreal. Nuestros muchachos no tenían que temer ni el frío ni el calor, y si algún obstáculo retrasaba su marcha, provendría únicamente de la naturaleza del suelo.
Atravesaron la playa en línea oblicua para llegar más pronto al pie de las rocas. Gordon les aconsejó que se llevaran a Phann, cuyo instinto podría serles muy útil: he aquí por qué el inteligente animal formaba parte de la expedición.
Un cuarto de hora después de su marcha, los jóvenes habían desaparecido debajo de los árboles. Algunos pájaros revoloteaban aquí y allí; pero como no se podía desperdiciar el tiempo, Doniphan resistió a la tentación, absteniéndose de tirar un solo tiro. El mismo Phann llegó a comprender que sus idas y venidas eran inútiles, concluyendo por no apartarse sino algunos pasos delante de sus amos, reconociendo el terreno.
El plan de nuestros exploradores consistía en seguir la base del acantilado hasta el cabo, situado al Norte de la bahía, y si antes de llegar a su extremo no habían podido pasar, se dirigirían hacia la laguna señalada por Briant. Este itinerario, aunque no fuese el más corto, era el más seguro; máximo cuando importaban poco dos o tres millas más o menos tratándose de unos muchachos llenos de vigor y buenos andarines.
Al llegar a las rocas, Briant reconoció el sitio en el que Gordon y él se detuvieron en su primera exploración. En esta parte de la muralla granítica no se ofrecía ningún paso al Sur; era, pues, preciso ir hacia el Norte para buscarlo, aunque tuvieran que llegar hasta el cabo. Necesitarían tal vez para ello un día entero; pero no podían proceder de otro modo en el caso de que el acantilado fuese infranqueable por su frente occidental.
Esta es la explicación que Briant dio a sus compañeros; y Doniphan, después de muchas tentativas para subir por una de las pendientes del talud, no encontró ninguna objeción que hacer. Anduvieron tres o cuatro millas más, y temiendo Briant que tuviesen que ir hasta el promontorio, mostrábase impaciente por saber si encontrarían el paso libre, pues a la hora que era, tal vez el mar cubriese ya la playa, en cuyo caso se perdía casi medio día esperando que la bajamar dejara en seco los arrecifes.
-Apresurémonos, dijo después de explicar el interés que tenía en llegar antes al flujo.
-¡Bah! respondió Wilcox. ¡Qué más da que nos mojemos algo los tobillos!
-Los tobillos, y luego el pecho, y también las orejas, replicó Briant. El mar sube lo menos cinco o seis pies. En verdad, creo que mejor hubiera sido dirigirnos al promontorio en línea recta.
-¿Por qué no lo propusiste? replicó Doniphan. Eres tú el que guías, y si nos retrasamos, la culpa será cuya.
-Sea, Doniphan. En todo caso no perdamos un instante. Pero ¿dónde está Service?
Y llamó a voces:
-¡Service!... ¡Service!...
El muchacho no estaba por allí. Después de haberse alejado con su cariñoso Phann, acababa de desaparecer detrás de una parte saliente del acantilado, a un centenar de pasos a la derecha.
Pero casi en aquel instante se oyeron unos gritos, seguidos de los ladridos del perro. ¿Se encontraría Service en peligro?
En un momento, Briant, Doniphan y Wilcox se unieron a su compañero, a quien hallaron parado ante un derrumbamiento reciente en aquella mole de piedra. A consecuencia, sin duda, de filtraciones, o sencillamente por la intemperie la masa calcárea se había desunido, formando una especie de medio embudo, con la punta hacia abajo, desde la cresta del muro hasta el suelo. Las paredes interiores formaban una pendiente de cuarenta a cincuenta grados, a lo sumo, presentando además algunas irregularidades, en las que nuestros pequeños exploradores encontrarían puntos de apoyo.
La ascensión, pues, para muchachos ágiles, no era difícil, y llegarían sin mucho trabajo a lo alto, si un nuevo derrumbamiento no lo impedía.
Empezaron a subir.
Doniphan se lanzó el primero al montón de piedras hacinadas en la base.
-¡Espera!... ¡Espera!... exclamó Briant. ¡No cometamos imprudencias!...
Pero Doniphan no le hizo caso, y como quería, por amor propio, adelantar a sus compañeros, y sobre todo a Briant, llegó pronto a la mitad de la altura.
Los demás le imitaron, procurando no colocarse directamente detrás de él, a fin de evitar el choque de los cantos que se desprendían y rodaban hasta el suelo.
Sin incidente alguno llegaron a la altura, habiendo tenido Doniphan la satisfacción de ser el primero que pisara la cresta de las rocas.
En seguida sacó el anteojo y fijó si mirada a lo largo de aquellos bosques, que se perdían de vista en dirección al Este.
Era el mismo panorama de verdura y cielo que Briant había visto desde el cabo, si bien aparecía menos profundo, porque el punto de observación primero tenía unos cien pies más de altura que el acantilado.
-¿No ves nada? preguntó Wilcox.
Y Doniphan le entregó el catalejo, pintándose en sus facciones una viva satisfacción.
-No veo nada de agua, repuso Wilcox.
-Será, probablemente, porque no la haya por ese lado. Puedes mirar, Briant, y supongo que
reconocerás tu error.
-Es inútil; estoy cierto de no haberme equivocado.
-¡Vaya una terquedad! No vemos absolutamente nada, y...
-Es muy natural, puesto que esto tiene menos elevación que el promontorio, lo que disminuye el alcance de la vista. Si estuviésemos a la misma altura en que estaba yo colocado, veríais la línea azul a una distancia de seis o siete millas, y no dudaríais de que está allí, sin que sea posible confundirla con las nubes.
-Eso es muy fácil de decir, replicó Wilcox.
-Y no menos fácil de probar, respondió Briant.
Bajemos las rocas, atravesemos al bosque y marchemos en línea recta hasta que lleguemos.
-Bueno, replicó Doniphan; pero en verdad, no sé si vale la pena de que...
-Quédate, Doniphan, respondió Briant, quien, fiel a los consejos de Gordon, se contenía, a pesar de la mala voluntad de su compañero. Quédate; Service y yo iremos solos.
-Nosotros también, replicó Wilcox. Adelante, Doniphan, adelante.
-Cuando almorcemos, dijo Service.
-En efecto, contestaron los otros.
Y se pusieron a tomar un buen refrigerio, con el apetito y la alegría propios de los pocos años; y una vez terminada la comida, se pusieron en marcha.
La primera milla se anduvo sin obstáculo de ninguna clase, encontrándose tan sólo aquí y allí musgos y líquenes que cubrían las tumescencias pedregosas. Algunos arbolitos se agrupaban de trecho en trecho, según su especie; aquí, helechos arborescentes o licopodios; allá, brezos con sus diminutas flores, y berberis, que subido es se multiplican en casi todas las latitudes.
Cuando Briant y sus compañeros hubieron recorrido la meseta superior, empezaron a bajar con gran trabajo por el lado opuesto del acantilado, casi tan elevado y recto como el de la bahía; pero si no hubiesen encontrado el lecho de un torrente, seco en aquella época y cuyas sinuosidades facilitaban el descenso, se hubieran visto obligados a volver al promontorio.
Al llegar al bosque, la marcha se hizo más penosa en un suelo lleno de hierbas muy altas. Árboles caídos obstruían el paso, y los matorrales eran tan espesos, que se hacía menester abrir camino. Los muchachos movían el hacha con la agilidad y energía de los mejores gastadores atravesando las selvas del Nuevo Mundo; pero a cada instante tenían que detenerse, y en aquellas paradas más se cansaban los brazos que las piernas. Esto les ocasionaba mucho retraso, y el disgusto de ver que el camino recorrido no sería mucho; mas siguieron en su empresa.
Parecía, en verdad, que ningún ser humano hubiese penetrado jamás bajo la cubierta de aquel bosque, pues ni el más pequeño sendero denunciaba la acción de hombre alguno. Solamente las borrascas o la vejez habían podido derribar aquellos árboles, y las hierbas aplastadas en algunos sitios no indicaban otra cosa que el paso reciente de animales de mediana estatura, de los que se vieron huir a algunos, aun cuando no pudieron determinar a qué especie pertenecían.
Doniphan estuvo a punto muchas veces de descargar su escopeta sobre aquellos animales inofensivos; pero la razón le hizo comprender que no era prudente dar a conocer su presencia con las detonaciones de un arma de fuego; así es que, dadas sus aficiones, tuvo que apelar a toda la firmeza de carácter para no caer en la tentación de matar alguna de esas perdices de tan delicado gusto, u otros de los volátiles que revoloteaban a millares.
Reprimidos por tales razones sus ímpetus, se contentó con hacer constar que si tuviesen que residir en aquella región, la caza podría darles un alimento abundante y sustancioso.
Aquellos bosques estaban formados en su mayor parte por abedules y hayas que desarrollaban sus verdes ramas hasta una altura de cien pies. Habla también algunos cipreses, mirtáceos de una madera encarnada y muy compacta, y magníficos grupos de esos vegetales llamados winters, cuya corteza esparce un aroma muy parecido a la canela.
Eran las dos de la tarde cuando tuvieron que hacer una nueva parada en medio de un claro atravesado par un río poco profundo, que se llama un creek en la América del Norte. Las aguas de esto arroyo, de una limpidez perfecta; corrían suavemente sobre un lecho de negruzcas rocas, y al vérselo deslizar tranquilo por un somero cauce, sin nada que estorbara su marcha, podría creerse que su nacimiento no estaba lejos. En cuanto a vadearle, nada era más fácil, con sólo pasar por encima de las piedras sembradas en su lecho, algunas de las cuales llamaban la atención por la simetría con que estaban colocadas de trecho en trecho, unas sobre otras.

-¡He aquí una cosa singular! dijo Doniphan.
-¡Parece una calzada! exclamó Service, disponiéndose a pasar del otro lado.
-¡Espera, espera! le dijo Briant; deja que nos demos cuenta de la colocación de estas piedras.
-No puede admitirse que se hayan arreglado solas de ese modo, añadió Wilcox.
-No, dijo Briant; parece que se ha querido establecer un paso en este sitio del río... Veámoslo desde más cerca.
Y examinaron con detención cada uno de los guijarros de aquella estrecha vía, que no sobresalía del agua más que algunas pulgadas, debiendo ser, por lo tanto, inundada en la estación de las lluvias.
En resumidas cuentas, ¿podía decirse que la mano del hombre era la que había colocado allí esas piedras? No. Más fácil era creer que, arrastradas por la fuerza de la corriente, se habían ido amontonando poco a poco, formando una barrera natural. Esa fue la opinión de Briant y de sus compañeros, después de una minuciosa observación; induciendo a creerlo así también el hecho de que ninguna de las orillas presentaba indicio alguno de haber sido holladas por la planta humana.
El arroyo se dirigía al Noroeste. ¿Desembocaría en aquel mar que Briant aseguraba haber visto desde lo alto del promontorio?
-Es posible, dijo Doniphan, que ese río sea afluente de otro más importante que siga luego su curso hacia el Oeste.
-Ya lo veremos, dijo Briant, no queriendo entrar en discusión; pero soy de parecer que mientras corra al Este debemos seguirle, si no da muchas revueltas.
Y los cuatro viajeros se pusieron en marcha, después de atravesarle por la calzada. Salvo algunos sitios, en donde los árboles mojaban sus raíces en el agua, les fue fácil seguir la orilla, cuya dirección era siempre hacia el mismo punto; pero a las cinco y media Briant y Doniphan observaron que el riachuelo cambiaba de rumbo, corriendo ya al Norte, y tuvieron que abandonar su ribera para volver a internarse en lo más espeso de la selva, por la que caminan penosamente por en medio de la espesura de aquellas altas hierbas, y en muchos sitios necesitaba dar voces a cada instante para no extraviarse.
Después de un día entero de marcha, nada les indicó aun la proximidad de ningún mar. Briant no dejaba ya de experimentar cierta inquietud. ¿Habría sido una ilusión aquella línea azul que vio desde lo alto del promontorio?
-¡No... no!... se decía. ¡No me he equivocado!...
Eso no puede ser.
A las siete de la tarde no habían alcanzado aun el límite del bosque, y la oscuridad era ya demasiado grande para que pudiesen andar con seguridad.
Briant y Doniphan acordaron hacer alto y pasar la noche debajo de los árboles. Con un buen trozo de corn-beef no se pasaría hambre, y con buenas mantas no se sentiría el frío. Pensaron encender una hoguera; pero esa precaución, muy conveniente para alejar las fieras, les hubiera comprometido en el caso de que algún indígena la observase.
-Vale más no arriesgarse a ser descubiertos, dijo Doniphan.
Todos fueron de su parecer, y no se ocuparon ya más que de cenar, pues el apetito no faltaba.
Terminada la cena, y cuando se disponían a echarse al pie de un enorme abedul, Service les señaló a algunos pasos de distancia una espesa maleza, de en medio de la que salía un árbol de mediana altura, cuyas ramas caían hasta el suelo. Parecales mejor el sitio, y en él, sobre un montón de hojas secas, los cuatro se acostaron, y después del mismo verse en las mantas, no tardaron en voldar profundamente dormidos, de en que. modo que Phann, no obstante su obligación de velar por ellos, se dormía también.
Eran las siete cuando Briant y sus compañeros se despertaron. Los rayos oblicuos del sol alumbraban poco aun el lugar en que habían pasado la noche.
Service fue el primero que salió del matorral, y un instante después empezó con exclamaciones gritando:
-¡Briant!... ¡Doniphan!... ¡Wilcox!... ¡Venid, venid pronto!...
-¿Qué te pasa? preguntó Briant.
-¿Qué ocurre? preguntó a su vez Wilcox. ¡Con esa manía que tienes, Service, de gritar siempre, nos das unos sustos!...
-¡Bueno... bueno!... replicó el vivaz muchacho. ¡Tranquilizáos y mirad en dónde hemos dormido! No era un matorral; era una cabaña hecha con ramas, una de esas chozas que los indios llaman ajoupa, construida con ramas entrelazadas. Esta ajoupa debía de ser muy antigua, pues su techo y sus paredes no se sostenían más que por el árbol, cuyas ramas la vestían. Era en un todo igual a las que construyen los indígenas del Sur de América.
-¿Habrá aquí habitantes? dijo Doniphan mirando en derredor.
-Si no los hay, los ha habido, respondió Briant, porque esta cabaña no se ha hecho sola.
-Esto explica la existencia de la calzada del creek, observó Wilcox.
-¡Tanto mejor! exclamó Service; si hay habitantes, son buenas gentes, puesto que han edificado esta choza a propósito para que pasemos en ella la noche, haciéndonos un señalado favor.
Era indudable que algunos indígenas habitaban o habían habitado, en una época más o menos lejana, aquella parte del bosque. Pero que fuesen buenas gentes, como decía Service, nada era menos cierto, porque no podían ser sino indios, si esa comarca comunicaba con el Nuevo Continente, o polinesios, y tal vez caníbales, si fuera una isla de uno de los grupos de Oceanía.
Esta última eventualidad ofrecía muchos peligros: importaba, pues, ahora más que nunca, resolver la cuestión. Así es que, cuando Briant se apresuraba a emprender la marcha, Doniphan propuso a sus compañeros registrar minuciosamente la choza, que parecía abandonada desde largo tiempo.
Tal vez pudieran encontrar algún objeto, utensilio, instrumento o herramienta que les diera algún indicio sobre el antiguo habitante de aquella morada.
El lecho de hojas secas extendido en el suelo del ajoupa fue revuelto con cuidado, y en un rincón Service recogió un fragmento de barro cocido, que parecía ser los restos de un porrón. Nuevo indicio del trabajo del hombre, pero que no dilucidaba el problema.
A las siete y media, y con la brújula en la mano, nuestros muchachos emprendieron de nuevo su ruta, dirigiéndose siempre al Este, en un suelo algo en declive; anduvieron así durante dos horas en medio de grandes hierbas y arbustos que dificultaban en gran manera su marcha, teniendo muchas veces que abrirse paso a hachazos.
Por fin, un poco antes de las diez lograron divisar el horizonte a través de los árboles.
Más allá del bosque se extendía una llanura sembrada de lentiscos, tomillos y helechos, y a media milla al Este estaba cerrada por un banco de arena, lamido por las aguas de aquel mar que había visto Briant, y que se extendía hasta el horizonte.
Doniphan se callaba. Sentía mucho este vanidoso joven que su compañero no se hubiera equivocado.
Briant, que no quería humillarle con su triunfo, no aparentó obtenerlo, y examinaba aquella región con el anteojo.
Al Norte, la costa, vivamente alumbrada por los rayos del sol, se encorvaba un poco a la izquierda. Al Sur sucedía lo mismo, con la única diferencia de que la curva de la costa era mayor. Ya no había que dudar; no era un continente, sino una isla, sobre la que la tempestad había hecho encallar el schooner, y era preciso renunciar a toda esperanza de salir de allí, si el socorro no venía de fuera. En alta mar nada se veía; parecía que aquella isla estaba como perdida en medio de la inmensidad del Pacífico.
Briant, Doniphan, Wilcox y Service, habiendo atravesado la llanura que se extendía hasta la playa, hicieron alto al pie del banco de arena, con el objeto de almorzar en seguida y emprender otra vez el camino del bosque, pues apresurándose, quizás les fuera posible llegar al Sloughi antes de la noche. La comida fue bastante triste, sin que apenas cambiasen algunas palabras. Por fin Doniphan, cogiendo su saquito y su escopeta, se levantó, diciendo secamente:
 -Partamos.
Y los cuatro, después de echar una última ojeada hacia aquel mar, se disponían a andar, cuando Phann echó a correr hacia la playa.
-¡Phann!... ¡Ven aquí, Phann! gritó Service.
Pero el animal siguió corriendo, oliendo la húmeda arena. Luego, brincando en medio de las pequeñas olas de la resaca, se puso a beber con avidez.
-¡Está bebiendo!... ¡Está bebiendo! exclamó Doniphan.
En un instante atravesó la playa, y cogiendo un poco de aquella agua en el hueco de la mano, se la llevó a los labios... ¡Era dulce! Era, por lo tanto, un lago, y no el mar, como creían, lo que se extendía hasta el horizonte del Este.

14 de febrero de 2012

¡Feliz San Valentín!

Hoy es un día especial dedicado a la persona que queremos y con la que queremos pasar gran parte de nuestra vida, por no decir toda. Siendo así, para mí todos los días son especiales desde que te conocí.
El día en que nos presentaron tuve mucho miedo porque no quería volver a enamorarme después de lo mal que lo había pasado anteriormente. Aun así decidí arriesgarme una vez más y conocerte.
Desde ese momento en el que te acercaste para hablar conmigo, todo fue diferente, algo pasó que me devolvió la sonrisa y la alegría que llevaba años sin sentir. Tú haces que me muestre tal y como soy, sin tener que esconderme de nada. Me has devuelto la felicidad y haces que olvide todos los malos momentos de mi vida.
Cuando estoy contigo, haces que me sienta bien, me doy cuenta de que no estoy sola, que tengo alguien a mi lado con quien seguir adelante. Eres lo mejor que me ha pasado, eres el príncipe con el que siempre había soñado.
Sé que nunca tendré la manera de agradecerte todo lo que haces y has hecho por mí, y que por más que te dé las gracias no va a cambiar nada, pero aun así quiero hacerlo. Gracias por estar siempre ahí en todo momento incondicionalmente, mil gracias por animarme en los peores momentos y por estar a mi lado. Gracias por existir, y por ser como eres, ojalá no cambies nunca.
También quiero pedirte perdón por el daño o el sufrimiento que te he podido ocasionar alguna vez. Y ante todo, quiero que sepas que si alguna vez hago que te enfades o que te sientas mal de algún modo, no lo hago de forma intencionada. Muchas veces hago cosas o tomo decisiones sin darme cuenta de que no lo estoy haciendo bien, y de que hay personas a las que quiero de verdad, que lo pasan mal con todo eso, y por más que intento remediar y hacer todo lo posible para que nunca pase nada, hay veces que no lo puedo evitar.
Esta carta resume brevemente el poco tiempo que llevamos juntos, pero si te la escribo es para decirte que te quiero, que eres lo mejor y lo más importante que me ha pasado en la vida, y que me gustaría estar siempre a tu lado para demostrártelo, y regalarte los mejores momentos que puedas tener.
Sólo con verte sonreír y divertirte soy la más feliz del mundo, pero tengo miedo de perderte algún día. Por eso, quiero vivir cada segundo a tu lado como si fuese el último.
Te quiero, mi vida.

Capítulo Vl

Discusión. -Excursión proyectada y aplazada. - Mal tiempo. -La pesca. -Las algas gigantes. -Costar y Dole a caballo sobre un corcel poco veloz. -Los preparativos de marcha. -De rodillas ante la cruz del sur.
Aquella misma noche, después de la cena, Briant dio cuenta a sus compañeros del resultado de la expedición, que se concretaba a esto: al Este, más allá de la zona de los bosques, había visto una línea de agua, dibujándose, de Norte a Sur. Que dicha línea de agua era el mar, no había por qué dudarlo; así, pues, podían tener la seguridad de que no era un continente, sino una isla, la tierra que les servía de refugio.
Por lo pronto, Gordon y los demás acogieron con viva emoción la nueva que su compañero les daba. ¡Cómo! ¡Estaban en una isla careciendo de todos los medios para salir de ella!
¿Había, por lo tanto, que renunciar a aquel proyecto que concibieran de buscar al Este un camino que los guiase al continente? ¿Estaban reducidos, sin más medio de salvación, a esperar el paso de algún buque por aquellos parajes?
-Pero ¿no se habrá equivocado Briant en sus observaciones? preguntó Doniphan.
-En efecto, añadió Cross; ¿no es posible que sean nubes, y no el mar, lo que has visto?...
-No, respondió Briant: estoy cierto de no haberme equivocado. Lo que he visto al Este, redondeándose al horizonte, es agua, verdadera agua.
-¿A qué distancia? preguntó Webb.
-A unas seis millas del cabo.
-¿Y más allá, añadió Webb, no hay montañas ni elevaciones de tierra?
-No; sólo el cielo...
Briant afirmaba con tanta seguridad, que no hubiera sido razonable conservar la menor duda; pero, sin embargo, Doniphan, como de costumbre, al discutir con Briant, se obstinó en su idea.
-Pues bien; repito que has podido equivocarte, y que mientras no lo veamos por nosotros mismos...
-Eso es lo que haremos, respondió Gordon, porque es preciso que sepamos a qué atenemos.
-Es menester que no perdamos momento, dijo Baxter, si queremos partir antes de que llegue el mal tiempo, caso de que nos hallemos en un continente.
-Mañana mismo emprenderemos una excursión que ha de durar algunos días; es decir, si el tiempo continúa siendo bueno, porque arriesgarse a través de los bosques del interior en malas condiciones, sería una locura.
-Está convenido, Gordon, repuso Briant; y cuando lleguemos al litoral opuesto de la isla...
-¡Si es una isla! exclamó Doniphan encogiéndose de hombros.
-Lo es, replicó Briant con un gesto de impaciencia. ¡No estoy equivocado!... He visto bien claro el mar al Este; pero Doniphan, según su costumbre, se complace en contradecirme.
-¡No eres infalible, que yo sepa, Briant!
-¡No lo soy, no! ¡Pero esta vez te convencerás de que no he cometido ningún error! Yo mismo iré a reconocer aquel mar, y si Doniphan gusta de acompañarme...
-¡Ya lo creo que iré!
-También nosotros, exclamaron tres o cuatro de los mayores.
-Bien está, repuso Gordon; ¡haya moderación, compañeros! ¡Si aun somos niños, procuremos obrar como hombres! Nuestra situación es grave, y una imprudencia pudiera agravarla aun. No debemos aventurarnos todos a través de aquellos bosques. Los pequeños no pueden seguirnos, y tampoco es conveniente dejarlos solos aquí. Que Doniphan y Briant hagan esta excursión, acompañados de otros dos.
-Yo, dijo Wilcox.
-Y yo también, exclamó Service.
-Así sea, respondió Gordon. Cuatro bastan para ello, y si tardaseis demasiado, algunos saldrán a vuestro encuentro, mientras que los demás se quedarán en el schooner. No olvidéis que éste es nuestro campamento, nuestra casa, nuestro home, que no debemos abandonar sino cuando tengamos la certeza de que nos hallamos en un continente.
-¡Estamos en una isla! respondió Briant. Lo afirmo por última vez.
-¡Ya lo veremos! replicó Doniphan.
Los acertados consejos de Gordon pusieron fin al desacuerdo de aquellos niños, y el mismo Briant, conociendo la necesidad de comprobar lo que había visto, convino en que no existía otro medio que el de atravesar los bosques del centro para llegar al litoral opuesto. Por otro lado, admitiendo que el mar se extendiera al Este, ¿no podía haber en aquella dirección otras islas, separadas sólo por un canal fácil de atravesar? Y si estas islas formaban parte de algún archipiélago; si algunas montañas se encontrasen en ellas, ¿no era útil cerciorarse de todo esto antes de tomar una determinación, pues es trataba de la salvación de todos? En lo que no cabía duda alguna era en que al Oeste no existía tierra alguna desde aquella parte del Pacífico hasta Nueva Zelandia; razón por la cual nuestros jóvenes náufragos no podían encontrar ningún país habitado sino buscándolo hacia el lado por donde sale el sol.
Gordon acababa de decirlo; esta exploración no podía hacerse con mal tiempo; era preciso, además, raciocinar y obrar, no como niños, sino como hombres. En las circunstancias en que se encontraban, ante las eventualidades amenazadoras del porvenir, si la inteligencia de esos muchachos no se desarrollaba prematuramente, si la ligereza o la inconstancia propias de su edad sembraba la desunión entre ellos, comprometerían por completo una situación de suyo bastante grave. Estos motivos eran los que impulsaban a Gordon a mantener a todo trance la paz entre sus compañeros.
Pero por más prisa que, ya convenidos, tuvieran para emprender la marcha Briant y Doniphan, un cambio brusco que sufrió el tiempo les obligó a aplazar el viaje. Una lluvia muy fría caía a intervalos, y el barómetro bajaba, indicando borrascas, de las que no se podía prever la duración. Hubiera sido, pues, una temeridad aventurarse en tan malas condiciones.
Todos, menos los pequeños, deseaban en verdad salir de dudas; pero aun cuando tuviesen la certidumbre de hallarse en un continente, ¿podían acaso pensar en lanzarse a la ventura en medio de un país desconocido, cuando iba a empezar la estación invernal? Y si tuviesen que recorrer algunos centenares de millas, ¿podrían soportar la fatiga que resultaría de ese viaje? El más vigoroso de todos, ¿tendría fuerzas suficientes para llevarlo a cabo? ¡No! Esa expedición debía dejarse para la época en que los días son más largos, y en los que no hay que temer ni los ríos ni las lluvias del invierno. Era necesario, por lo tanto, resignarse a permanecer durante la mala estación en el Sloughi.
Gordon, que por su parte procuraba indagar también en qué punto del Océano habían naufragado, estudiaba en el atlas de Stieler, que contenía un mapa del Pacífico, y no encontraba, desde Auckland hasta la costa americana, hacia el Norte, más allá del grupo de islas de Pomotou, otra isla que la de Pascua y la de Juan Fernández, en la que Selkirck, un verdadero Robinsón, pasó parte de su existencia. Al Sur, ni una tierra hasta los espacios sin límites del Océano Antártico. Si miraba al Este, el mapa no señalaba más que el Archipiélago de las islas Chiloë, o Madre de Dios, sembradas en las costas de Chile, y más abajo las del Estrecho de Magallanes y de la Tierra de Fuego, contra las que vienen a estrellarse las olas de los terribles mares del cabo de Hornos.
Si el schooner había naufragado en alguna de aquellas islas desiertas que confinan con las Pampas, tendrían que andar muchos centenares de millas para llegar a las provincias habitadas de Chile, de la Plata o de la República Argentina. ¿Qué socorros podían esperar en medio de aquellas inmensas soledades, en donde peligros de toda clase amenazan al viajero?
Ante tales eventualidades, era preciso obrar con extremada prudencia y no exponerse a perecer miserablemente.
Esto era lo que pensaba Gordon; Briant y Baxter participaban de su modo de ver, y era de esperar que Doniphan y los suyos concluyeran por adherirse también a una determinación provechosa para todos.
El proyecto de la excursión subsistía siempre; pero por entonces fue de todo punto imposible ponerlo en práctica, pues el tiempo se hizo insoportable por las lluvias continuas y las borrascas que se desencadenaban con extremada violencia.
Mientras tanto, Gordon y sus compañeros quedaron confinados a bordo, mas no permanecieron ociosos. Aparte de los cuidados que exigía el material, tenían que reparar muchas veces las averías ocasionadas por la intemperie, pues la cubierta empezaba a abrirse, dejando filtrar el agua por las junturas, y era preciso calafatear, o sea tapar con estopas las grietas para evitarlo provisionalmente.
Lo que más urgía era buscar un abrigo más seguro, porque ciertamente el Sloughi no duraría mucho tiempo, y si se viesen precisados a abandonarlo en medio del invierno, ¿en dónde encontrarían un refugio, puesto que el lado del acantilado, expuesto al Oeste, no ofrecía ninguna hendidura que pudiera utilizarse? Era necesario, por lo tanto, buscar en la parte opuesta, al abrigo de los vientos del mar, y edificar, si preciso fuera, una vivienda bastante grande para aquella sociedad en miniatura.
En el ínterin debían hacerse las reparaciones más necesarias para tapar, no sólo las vías de agua, sino también las de aire abiertas en el casco. Gordon, convencido de que el calafateo no era suficiente, tuvo la idea de cubrir las paredes del buque con las velas; pero sentía destrozar aquella lona, que podía servir más tarde para establecer tiendas de campaña.
El cargamento, dividido en paquetes, inscritos en la cartera del americano con su número de orden, podía, en un caso dado, ser transportado con rapidez al abrigo de los árboles.
Cuando el tiempo les concedía algunas horas de calma, Doniphan, Webb y Wilcox iban a cazar palomas, que Mokó procuraba condimentar de diversos modos, con más o menos éxito.
Garnett, Service, Cross, los pequeños, y algunas veces Santiago, cuando su hermano lo exigía, se ocupaban en pescar. La bahía, llena de algas, enganchadas en los primeros arrecifes, abundaba en peces del género notothenia, así como en grandes merluzas. Entre los hilos de aquellas gigantescas algas, llamadas kelps, que miden a veces cuatrocientos pies de largo, hormigueaba un número prodigioso de pececitos, que se podían coger hasta con la mano.
Eran de oír las exclamaciones de aquellos pescadores cuando sacaban las redes o las cañas a la orilla.
-¡Los tengo magníficos! exclamaba Jenkins. ¡Oh qué grandes son!
-¡Los míos son mayores! gritaba Iverson, llamando a Dole para que lo ayudase.
-¡Ay! ¡Qué se van a escapar! decía Costar.
-Tirad, tirad, repetían Garnett o Service yendo de unos a otros; y, sobre todo, levantad pronto las redes.
-¡Pero yo no puedo!... repetía Costar, cuya carga le arrastraba a pesar cuyo.
Y todos, reuniendo sus esfuerzos, llegaban por fin a llevar las redes hasta la arena, no sin perder algunos peces, a quienes feroces lampreas, recorriendo aquellas aguas, devoraban entre las mallas de las redes. Pero los que quedaban bastaban para las necesidades de la masa de los niños. La merluza daba una carne excelente, bien sea la comiesen fresca o conservada.
El 27 de Marzo, una importante captura dio lugar a un incidente asaz cómico.
Por la tarde, habiendo cesado de llover, los pequeños se dirigieron al río con sus útiles de pesca. Grandes gritos se dejaron oír algún tiempo después, y aun cuando eran en verdad exclamaciones de alegría, notábase, no obstante, que llamaban a los demás en demanda de socorro. Gordon, Briant, Service y Mokó, ocupados a bordo del schooner, dejaron su trabajo, y lanzándose en dirección de los gritos, recorrieron en un momento los quinientos o seiscientos pasos que los separaban del río.
-¡Llegad... llegad! gritaba Jenkins.
-¡Venid a ver a Costar y su corcel! exclamaba Iverson.
-¡Más aprisa, Briant, más aprisa, si no, se nos va a escapar! repetía con impaciencia Jenkins.
-¡Basta!... ¡Basta!... ¡Bajadme!... ¡Tengo miedo! gritaba Costar haciendo gestos de desesperación.
-¡Arre!... ¡Arre!... gritaba Dole, que de un salto se había colocado a la grupa de aquella enorme masa puesta en movimiento.
Esa masa era una de esas grandes tortugas que se encuentran algunas veces dormidas en la superficie del mar. Sorprendida en la playa por nuestros infantiles viajeros la que montaba Costar, procuraba volver a su natural elemento. Después de haberle pasado una cuerda alrededor del cuello, que tenía fuera de la concha, los niños procuraban en vano detener al vigoroso crustáceo. Este continuaba andando, y si bien no lo hacía muy de prisa, tiraba con bastante fuerza, arrastrándoles a todos. Entonces el travieso Jenkins subió a Costar en la tortuga, y Dole, colocado detrás, sostenía al niño, que no casaba de gritar por el miedo que tenía, pues el anfibio se acercaba cada vez más al mar.
-¡Sostente!... ¡Sostente, Costar! dijo Gordon.
-¡Y ten cuidado no se desboque el caballo! exclamó Service.
Briant no pudo detener la risa, pues no había peligro alguno, en atención a que desde el momento en que Dole soltase al niño, éste no tenía más que dejarse caer, sin otro percance que el miedo.
Era urgente apoderarse del animal, y aunque Briant y los demás hubieran unido sus fuerzas a los pequeños evidentemente no llegarían a detener la tortuga: hacíase preciso, pues capturarla antes de que llegase al agua, porque esto conseguido, estaría en completa seguridad.
-Los revólvers de que Gordon y Briant se habían provisto al salir del schooner, no les servían para nada, toda vez que la concha de ese anfibio resiste las balas, y si se le acometía a hachazos, escondería la cabeza y las patas, poniéndolas fuera de todo peligro.
-No hay más que un medio para apoderarnos de ella, y es ponerla boca abajo, dijo Briant.
-¿Y cómo puede ser eso? preguntó Service; este animal pesa por lo menos trescientas libras, y jamás podremos conseguir tu deseo.
-¡Cuerdas!... ¡Cuerdas!... ¡pronto!... dijo Briant.
Y seguido de Mokó, corrieron a escape hacia el Sloughi.
En aquel momento la tortuga no estaba más que a unos treinta pasos del mar, y apresurándose Gordon a bajar a Costar y a Dole de encima de la concha, cogieron todos la soga con que estaba atada y tiraron con fuerza, sin llegar a detener al animal, que hubiera podido sólo remolcar el colegio entero de Chairmán.
Felizmente, Briant y Mokó llegaron antes de que alcanzara el agua, y consiguiendo pasar dos cuerdas por debajo de la tortuga, pudieron, no sin grandes esfuerzos, volverla patas arriba, con lo cual se hicieron dueños de ella; y antes de que escondiera la cabeza, Briant le dio tan buen hachazo, que, separada aquélla del tronco, quedó muerta en el acto.
-Y bien, Costar: ¿tienes miedo aun de ese animal? - Preguntó al niño.
-¡No, no, puesto que está muerto!
-¡Bueno!... exclamó Service; ¡apuesto a que no te atreverás a comerla!
-¿Se come eso?
-¡Ya lo creo!
-Pues sí, comeré, si es bueno, replicó Costar relamiéndose ya.
-Os respondo de quo es un bocado exquisito, respondió Mokó; y seguramente no se equivocaba al decir esto de la carne de tortuga.
Como no podían llevarla entera, tuvieron que despedazarla allí mismo, operación bastante repugnante; pero los jóvenes náufragos empezaban ya a acostumbrarse a las necesidades, muchas veces desagradables, de aquella vida de Robinsones. Lo más difícil fue romper la concha, cuya dureza hubiese mellado el hacha; pero lo hicieron introduciendo un cortafríos en los intersticios, y una vez abierta, cortaron la carne en varios pedazos, llevando cada uno un trozo al Sloughi. Aquel día todos se convencieron de que el caldo de tortuga era excelente, y que la carne puesta en las parrillas era muy delicada, por más que Service la hubiese dejado quemar en algunos sitios. Phann dio a conocer también que los restos del anfibio eran buenos para la raza canina.
Esta tortuga les dio por lo menos ciento cincuenta libras de carne, buena cantidad que les permitía economizar las conservas.
El mes de Marzo acabó con mal tiempo.
Durante las tres semanas que pasaron desde el naufragio del Sloughi, cada cual trabajó lo mejor que pudo; pero a la fecha quedaba por resolver definitivamente la importante cuestión de si la tierra en que estaban era continente o isla, y esto era necesario averiguarlo cuanto antes.
El primero de Abril el tiempo dio muestras de que no tardaría en mejorar. El barómetro subía con lentitud, y el viento venía de tierra; señales todas que anunciaban próxima calma, tal vez de larga duración; así, pues, las circunstancias se presentaban favorables para una exploración al interior.
Los mayores hablaron de ello aquel día, y después de alguna discusión se convino en reparar lo necesario para aquella expedición, tantas veces debatida.
-Supongo, dijo Doniphan, que nada nos impedirá partir mañana temprano.
-Así lo espero, respondió Briant; es preciso que estemos prontos para salir a primera.
-Creo, dijo Gordon, que esa línea de agua que has visto al Este, se encuentra a seis o siete millas del promontorio...
-Sí, contestó Briant; pero como la bahía está bastante profunda, es posible que la distancia sea menor desde nuestro campamento.
-Entonces, repuso Gordon, vuestra ausencia no podrá durar más que veinticuatro horas.
-Tendrías razón, si tuviésemos la seguridad de dirigirnos en línea recta al Este. Pero ¿encontraremos algún sendero para atravesar los bosques cuando hayamos dado la vuelta al acantilado?
-¡Oh, no será esa la dificultad que nos detenga! observó Doniphan.
-Sea, respondió Briant; pero otros obstáculos pueden cerrarnos el camino; un río, un pantano... ¡qué sé yo! Me parece prudente que nos proveamos de víveres para un viaje de algunos días...
-Y de municiones, añadió Webb.
-No hay que hablar de eso, repuso Briant; pero convengamos en una cosa, Gordon, y es en que, aun cuando no estuviésemos de vuelta a las cuarenta y ocho horas, no debes tener inquietud y has de procurar que los pequeños no se alarmen por nuestra ausencia.
-No estaré tranquilo desde el momento en que partáis; pero esa no es la cuestión. Puesto que este viaje explorativo se cree necesario, hacedlo en buen hora. Os recomiendo que no os limitéis al examen de aquel mar del Este; es preciso también reconocer el otro lado del acantilado. No hemos encontrado aquí ninguna cueva, y como algún día, por desgracia, nos veremos obligados a abandonar este barco, será preciso establecer nuestro campamento en un punto que esté al abrigo de los vientos de mar. Pasar el invierno en esta playa me parece imposible y por otra parte...
-Tienes razón, respondió Briant; buscaremos un sitio conveniente en donde podamos instalarnos.
-Como no sea que veamos la posibilidad de dejar definitivamente esta supuesta isla, dijo Doniphan volviendo a su idea fija, tenaz siempre.
-Se comprende, aunque la estación no es propicia para ello, respondió Gordon. En fin, obraremos del modo que más convenga. Mañana, pues, partiréis.
Los preparativos no tardaron en acabarse. Víveres para cuatro días, dispuestos en saquitos que llevarían a la espalda; cuatro escopetas, cuatro revólveres, dos hachas pequeñas, una brújula de bolsillo, un anteojo de bastante potencia para examinar el territorio en un radio de tres o cuatro millas, mantas de viaje, y luego mechas de yesca, eslabones y cerillas, que completaban lo necesario para una expedición corta, pero no exenta de peligros. Era preciso también, y lo recomendó mucho Gordon, que los intrépidos expedicionarios Briant, Doniphan, con Service y Wilcox que los acompañaban, estuviesen siempre alerta y no avanzaran sin precaución ni se separaran jamás.
El americano pensaba que su presencia hubiera sido útil entre Briant y Doniphan, pero no se atrevía a abandonar el Sloughi, con el fin de velar por los pequeños; mas hablando a solas con Briant, le hizo prometer que evitaría todo motivo de discusión o querella.
Los pronósticos del barómetro se habían realizado. A la caída de la tarde, las últimas nubes desaparecieron al Occidente, dejando el cielo de un azul purísimo. Las magníficas constelaciones del hemisferio austral brillaban en el firmamento, y entre ellas se destacaba aquella espléndida Cruz del Sur que luce en el polo antártico.
En la víspera de una separación cuyas consecuencias no podían prever, Gordon y sus compañeros sentían que sus corazones latían con más fuerza, y mientras sus miradas se dirigían al cielo, pensaban en sus padres y en su país, que tal vez no volverían a ver más.
Entonces los pequeños se arrodillaron ante aquella Cruz del Sur, como lo hubiesen hecho al pie del crucifijo de una capilla, y rogaron al Criador de aquellas celestes maravillas les concediese esperanza en su divina bondad.