12 de febrero de 2012

Capítulo lV

Primera exploración del litoral. -Briant y Gordon a través de los bosques. -Vana tentativa para descubrir una gruta. -Inventario del material. -Provisiones, armas, vestidos, camas, utensilios, instrumentos. -Primer almuerzo. -Primera noche.
Ya hemos dicho que dejado lo alto del palo de mesana había observado Briant que la costa estaba desierta.
Hacía lo menos una hora que el schooner yacía en su lecho de arena, y ningún indicio se había dejado ver: debajo de los árboles, al pie del acantilado, ni en las orillas del río, se divisaba casa ni choza alguna. En la playa no se encontraba la menor señal que diera a conocer la presencia del hombre, no viéndose tampoco humo en todo el perímetro de la bahía comprendido entre los dos promontorios del Sur y del Norte.
Briant y Gordon tuvieron, en primer lugar, el pensamiento de penetrar entre los árboles para llegar al acantilado y subir por allí, si era posible.
-Ya estamos en tierra ¡Esto es algo! dijo Gordon. Pero ¿qué tierra es ésta, que parece no estar habitada?...
-Lo importante es que no sea inhabitable,- respondió Briant. Tenemos provisiones y municiones para algún tiempo... No nos falta más que una vivienda, y es menester encontrarla, aunque no sea más que para los pequeños... ¡Ellos antes que nada!
-Sí, tienes razón, replicó Gordon.
-En cuanto a saber en dónde nos encontramos, repuso Briant, tiempo tendremos de ocuparnos de ello cuando hayamos atendido a lo más preciso. Si fuera un continente, tendríamos alguna probabilidad de ser socorridos. Si es una isla... una isla inhabitada... pero ya veremos... ¡Ven, Gordon; vamos a la descubierta!...
Ambos alcanzaron rápidamente el límite de los árboles, que se desarrollaban en línea oblicua entre el acantilado y la orilla derecha del río, como unos trescientos o cuatrocientos pasos más arriba de la embocadura.
Ninguna huella se veía en aquella selva que enunciara la existencia del ser humano; ora un bosque completamente virgen, sin sendero ni paso alguno. Algunos troncos, vencidos por la pesadumbre de la vejez, yacían en el suelo, y Gordon y Briant se hundían hasta la rodilla en la alfombra de hojas caídas. Sin embargo, los pájaros huían como si hubiesen aprendido a desconfiar de los hombres, y esto hacía pensar que si aquella costa no era habitada, la visitaban ciertamente indígenas de algún territorio próximo. En diez minutos nuestros muchachos atravesaron el bosque, cuya espesura era mayor al lado del acantilado, que se levantaba en corte perpendicular con una altura media de ciento ochenta pies.
¿Presentaría el basamento alguna hendidura en donde encontrar abrigo? Era de desear.
Allí, en efecto, una caverna, protegida por los árboles contra los vientos y fuera del alcance del mar, hubiera ofrecido, aun en el peor tiempo, un excelente refugio en donde los jóvenes náufragos pudieran instalarse provisionalmente, hasta tanto que una exploración más extensa de la costa les permitiera aventurarse con seguridad hacia el interior del país.
Desgraciadamente, Gordon y Briant no descubrieron ninguna ruta, ni siquiera una cortadura que facilitase la ascensión del acantilado. Sería preciso, probablemente, para internarse en el territorio, dar la vuelta a aquel promontorio de piedra, cuyas disposiciones había examinado Briant desde la cubierta del Sloughi. Durante media hora, ambos jóvenes bajaron hacia el Sur, siguiendo la base de las rocas, y llegaron a la margen derecha del río, que se dirigía, llena de sinuosidades, en dirección al Oriente. Esta margen recibía la sombra de hermosos árboles, mientras la otra, por el contrario, presentaba un aspecto completamente distinto, pues sin verdura y sin accidentes en el terreno, parecía un vasto pantano, desarrollándose hasta el horizonte del Sur. Ante semejante perspectiva, y burlados Briant y Gordon en su esperanza de poder subir al acantilado para observar el país en un radio de varias millas, regresaron al Sloughi.
Doniphan y algunos otros iban y venían sobre las rocas de la playa, mientras Jenkins, Iverson, Dole y Costar se entretenían en buscar conchas.
Como es de suponer; nuestros dos exploradores apenas llegaron adonde estaban los demás, dieron cuenta del resultado de su excursión, y convinieron no abandonar la embarcación hasta que investigaciones más detenidas y extensas les proporcionaran conveniente albergue; pues la goleta, si bien tenía algún desperfecto en la cala y se hallaba inclinada hacia babor, podía servir de vivienda interina en el sitio mismo en que había encallado, y si el puente se había abierto hacia proa encima del puesto de la tripulación, el salón y los camarotes ofrecían suficiente abrigo en caso de tormenta. La cocina no había experimentado la más mínima alteración, con gran alegría de los pequeñuelos, a quienes la cuestión de las comidas interesaba en alto grado.
En medio de todo, hemos de convenir en que era una suerte que aquellos pobres muchachos no se viesen obligados a transportar a la playa todos los objetos indispensables a su instalación; porque, aun admitido que hubiesen salido bien, ¡a cuántas dificultades y a cuántas fatigas se hubieran visto expuestos! Y si el yate hubiera encallado entre los arrecifes, ¿cómo salvar el material? Las aguas hubieran indefectiblemente destrozado en poco tiempo la goleta, con pérdida de muchas cosas que habían de serles muy útiles con el tiempo.
Felizmente, la marea alta había empujado el buque hacia la playa; y si bien es cierto que se encontraba impedido para volver a navegar, podía servir de morada, puesto que nada podría arrancarle de la arena, en la que estaba hundida su quilla. Era evidente que, por efecto del sol y de la lluvia, llegaría a quedar inservible; pero cuando esto sucediera, ya los náufragos habrían encontrado alguna ciudad o pueblo, y si la tempestad los había relegado a una isla desierta, no dejarían de hallar, para sustituir al barco, alguna gruta en las rocas del litoral.
Lo mejor era, pues, quedarse provisionalmente a bordo, y convencidos de ello, tomaron sus disposiciones al efecto, siendo la primera la de colocar a estribor una escala de cuerdas que les facilitase la bajada a la playa.
En el ínterin, Mokó, que entendía algo de cocina, ayudado por Service, a quien gustaba guisar, se ocupó en preparar la comida, que, una vez condimentada, sirvió para amortiguar en todos el gran apetito que tenían, y Jenkins, Iverson, Dole y Costar se entregaron a la alegría y a los juegos propios de su edad.
Sólo Santiago Briant, que era antes el diablillo del colegio Chairmán, continuó triste y aislado de sus compañeros.
Semejante cambio en su carácter y en sus costumbres no pudo menos de sorprender extraordinariamente a los demás, quienes le interrogaban la causa de tal mudanza; pero el muchacho, cada vez más taciturno, no respondía a sus preguntas.
En fin, cansadísimos de tantos días y tantas noches pasadas en medio de los mil peligros de la tormenta, no pensaron ya más que en dormir.
Sin embargo, Briant, Gordon y Doniphan quisieron velar algunas horas cada uno, por temor a las fieras; pero la noche pasó sin ninguna alarma, y cuando salió el sol, después de una oración a Dios en acción de gracias, se ocuparon de las faenas que exigían las circunstancias.
En primer lugar, procedieron a inventariar las provisiones que encerraba el yate; luego el material, incluso las armas, instrumentos, utensilios, ropas y demás útiles.
La cuestión de alimento era la más grave, puesto que pareciendo aquella costa desierta, los recursos se limitaban a los productos de la pesca y de la caza, si es que ésta última se presentaba realizable.
Doniphan no había visto más que numerosas bandadas de ciertos volátiles en los arrecifes y las rocas de la playa; pero verse reducidos a alimentarse sólo de aves marinas era cosa triste, y de aquí la necesidad de saber cuánto tiempo podían durar, economizando, las provisiones encerradas en el schooner.
Aparte de la galleta, que tenían en cantidad considerable, había varias conservas de legumbres, jamones, empanadas de carne, compuestas de harina de primera calidad, picadillo de cerdo y especias, cornbeef, salazones y otros víveres y sustancias alimenticias; pero, sin embargo, todo eso no podía durar más allá de dos meses, aun gastándolo con parquedad. Así es que desde un principio se hacía necesario recurrir a los productos del país, economizando las provisiones para el caso de que tuviesen que andar algunos centenares de millas en busca de los puertos del litoral o de las ciudades del interior.
-¡Con tal de que parte de esas conservas no estén echadas a perder! observó Baxter. Si el agua del mar ha entrado en la cala después de encallar...
-Ya lo veremos abriendo las cajas que nos parezcan averiadas, respondió Gordon. Tal vez volviendo a cocer el contenido pudieran aprovecharse...
-Me encargo de ello, dijo Mokó.
-Pues no tardes en ponerte a la faena, repuso Briant, porque en estos primeros días tendremos que vivir con las provisiones del Sloughi.
-¿Y por qué desde hoy mismo, replicó Wilcox, no nos ponemos a buscar huevos en las rocas que se elevan al Norte?
-¡Sí... sí...! exclamaron Dole y Costar.
-También podemos pescar, añadió Webb. ¿No hay cañas a bordo y pescado en el mar? ¿Quién quiere pescar?
-¡Yo... yo!...exclamaron a una los pequeños.
-¡Bien!... ¡Bien!... respondió Briant; pero no se trata de jugar, y no daremos cañas sino a los pescadores formales.
-Tranquilízate, Briant, repuso Iverson; cumpliremos nuestro cometido como se cumple con un deber.
-Bien: empecemos por el inventario de lo que encierra nuestro yate, dijo Gordon. Tenemos que pensar también en otras cosas tan necesarias como el alimento...
-¿Podríamos recoger algunos mariscos para almorzar? advirtió Service.
-Sea, pues, respondió Gordon. Id tres o cuatro de los pequeños. Mokó, acompáñalos.
-Sí, señor Gordon.
-¡Cuida bien de ellos! añadió Briant.
-No temáis.
El grumete, en quien se podía tener confianza, era un muchacho muy servicial muy diestro y valeroso, y estaba llamado a prestar grandes servicios a los jóvenes náufragos. Era asimismo muy adicto a Briant, quien a su vez no ocultaba la simpatía que le inspiraba Mokó; simpatía que hubiera avergonzado a sus compañeros anglosajones.
-Vamos, exclamó Jenkins.
-¿No vas con ellos, Santiago? preguntó Briant a su hermanito.
Santiago respondió negativamente.
Jenkins, Dole, Costar e Iverson, bajo la tutela de Mokó, partieron hacia los arrecifes, que el mar acababa de abandonar, esperando encontrar en los intersticios de las piedras una buena cosecha de mariscos, especialmente ostras y cangrejos, que, crudos o cocidos, serían un componente agradable y nutritivo del almuerzo.
Como buenos chicos, saltaban y brincaban, viendo en esta excursión más placer que utilidad. Era cosa propia de sus pocos años, pues apenas les quedaba ya el recuerdo de las duras pruebas que acababan de pasar, ni se cuidaban tampoco de los peligros que les amenazaban en lo porvenir.
Desde el momento en que los pequeños se alejaron, los mayores emprendieron la tarea del inventario. Por una parte, Doniphan, Cross, Wilcox y Webb hicieron el censo de las armas, de las municiones, de las ropas, de los objetos de cama y demás utensilios de a bordo; por otra, Briant, Garnett, Baxter y Service inventariaron los vinos, cerveza, brandy, wisky y demás bebidas encerradas en el fondo de la cala, en barriles de diez a cuarenta galeones cada uno.
Gordon tomaba nota de todo ello en una cartera de bolsillo. El metódico americano poseía ya un estado completo del material de a bordo, resultando de él que poseían un velamen de repuesto, y también aparejos, muchas cuerdas, cables y otros enseres. Si el yate estuviese en estado de navegar, nada hubiera faltado para aparejarle bien; y si aquellas lonas no habían de servir más para el buque, podían aprovecharlas para otras cosas cuando se tratase de la instalación de nuestros náufragos. Algunos utensilios de pesca, redes y cañas de fondo u otras, figuraron también en el inventario; preciosos artefactos si abundaba el pescado en aquellos parajes.
En cuanto a las armas, he aquí la nota que Gordon escribió en su cartera: ocho escopetas de percusión central, utilizables para caza, y una docena de revólveres; las municiones se componían de trescientos cartuchos para las armas que se cargaban por la culata, dos toneles de pólvora, de veinticinco libras cada uno, y bastante cantidad de plomo en perdigones y en balas. Estas municiones, embarcadas con el fin de proporcionar el recreo de la caza a los expedicionarios durante las paradas del Sloughi en las costas de Nueva Zelandia, se emplearían ahora para asegurar el alimento de los náufragos, ¡ojalá que no llegaran a servir para defender su vida! La cala encerraba también cierta cantidad de cohetes para las señales de noche y algunos proyectiles para las dos chalupas del yate, que también era de desear no sirviesen para rechazar los ataques de los indígenas.
Los objetos de tocador y los utensilios culinarios eran más que suficientes para las necesidades de todos, aun en el caso de que su estancia allí se prolongase; y si parte de la vajilla se había roto por el choque del Sloughi con los arrecifes, quedaba aun bastante para el servicio de la cocina y del comedor; verdad es que éstos no eran objetos de primera necesidad. Más valiera que las ropas de franela, o de paño, de algodón o de hilo, figurasen en gran cantidad para mudarse, según las exigencias del clima, pues si aquella tierra se encontraba en la misma latitud que Nueva Zelandia, cosa probable, puesto que desde su partida de Auckland el schooner había ido siempre empujado por los vientos de Oeste, había que esperar temperaturas extremas; fuertes calores y grandes fríos, respectivamente, según las estaciones. Por fortuna, había a bordo gran cantidad de esos trajes indispensables en una excursión de varias semanas por el mar. Además, se encontraron en las maletas de la tripulación pantalones, blusas, capotes de hule y almillas de lana, que sería fácil arreglar para los pequeños, abrigándolos bien, a fin de que soportasen con menos riesgo los rigores de la estación invernal.
Inútil es decir que si las circunstancias obligaban a nuestros jóvenes a abandonar el buque, cada cual llevaría su cama, pues los camarotes estaban bien provistos de colchones, sábanas, almohadas, mantas y otros objetos, que, cuidándolos, podían durar largo tiempo. ¡Largo tiempo!... Palabras que significaban tal vez... ¡siempre!
He aquí lo que Gordon anotó también en su cartera, en el capítulo de instrumentos de a bordo: dos barómetros aneróides, un termómetro centígrado de espíritu de vino, dos relojes marinos, varias trompas o bocinas de cobre de las que sirven en las noches de nieblas, y que se oyen a gran distancia, tres catalejos, una brújula con su cubierta y otras dos más pequeñas un storn-glace, indicando la proximidad de las tormentas, y, en fin, varias banderas del Reino Unido, sin contar otras más pequeñas para signos de inteligencia entre dos buques. Había también un halkettsbouts, pequeña canoa de cautchuc que se dobla como una maleta y sirve para atravesar un río o un lago.
El cofre del carpintero encerraba un surtido bastante completo de herramientas, herrajes y clavos para las ligeras reparaciones que hubiese necesitado el yate.
Los botones, hilos y agujas no faltaban tampoco, en previsión de la rotura de los vestidos, pues las pobres madres de los desgraciados niños habían pensado en todo lo que pudiera ocurrir a aquellos pedazos de sus entrañas.
Tenían también gran provisión de fósforos, mechas de yesca, eslabones, y no debían temer, por consiguiente, la falta de fuego.
A bordo se hallaban varios mapas especiales del archipiélago neo-zelandés, inútil para estos parajes desconocidos; pero afortunadamente Gordon había llevado consigo un atlas general de Stieler, comprensivo del Antiguo y del Nuevo Mundo, siendo este atlas lo mejor y lo más perfecto de la geografía moderna.
La biblioteca del yate contenía cierto número de buenas obras inglesas y francesas, historias de viajes y libros científicos, sin contar los famosos Robinsones que Service, aun con gran riesgo suyo hubiera salvado de todo peligro, como Camoëns salvó sus Lusiadas; lo mismo que hubiese hecho Garnett con su famoso acordeón, sacado sano y salvo de los choques del buque. Y, por fin, no les faltaba nada para escribir; plumas, lápices, tinta, papel, y también un calendario del año 1860, en el que Baxter fue encargado de borrar los días a medida que pasaban.
-¡Es el 10 de Marzo, dijo, el día en que nuestro pobre Sloughi ha sido a arrojado sobre la costa!
Borró, pues, ese 10 de Marzo, así como los anteriores a aquella fecha.
Hallaron también una suma de quinientas libras en oro en la caja del yate. ¡Quién sabe si ese dinero serviría para que los náufragos, encontrando algún puerto, pudieran volver a su patria!
Gordon se ocupó en contar minuciosamente los barriles que estaban en la bodega. Varios de ellos, llenos de gin, de cerveza o de vino, se habían roto, y su contenido se había escapado por las rendijas del buque. Era una pérdida irreparable, y sería preciso, por lo tanto, economizar lo restante.
En suma; la cala encerraba cien galeones de clarete y de sherry, cincuenta de gin, de brandy y de wisky, y cuarenta toneles de cerveza, de veinticinco galeones cada uno; además, unos treinta frascos de diversos licores que encerrados en sus envoltorios de paja, habían podido resistir el choque contra los arrecifes.
Como se ve, los quince náufragos del Sloughi tenían asegurada la vida material durante cierto tiempo; pero lo incierto del porvenir les obligaba a examinar aquella para saber si podía proporcionar algunos recursos que les permitiera reservar las provisiones que tenían; porque si aquel país estaba desierto, no era probable salir de él como no fuera con el auxilio de algún navío que viniese por aquellos parajes y que ellos pudiesen hacerle señales que indicasen su presencia. Reparar el buque, no había que pensar en ello; esto exigía un trabajo superior a sus fuerzas, careciendo además de las herramientas necesarias al efecto. Construir uno nuevo con los desperdicios del yate, ¿para qué? Sin conocer a fondo la navegación, ¿cómo hubieran podido atravesar el Pacifico para volver a Nueva Zelandia?
No obstante, con las chalupas del schooner no sería difícil buscar alguna otra isla o continente, si existieran cerca; pero dichas embarcaciones habían sido arrebatadas por la tormenta y no quedaba más que la canoa, buena únicamente para navegar a lo largo de la costa.
A las doce, los pequeños, guiados por Mokó, volvieron a bordo. Traían una buena provisión de moluscos, que el grumete se puso a preparar. En cuanto a huevos, debía haberlos en gran cantidad, pues Mokó había visto muchas palomas que anidaban en los huecos del acantilado.
-Está bien, dijo Briant; uno de estos días organizaremos una cacería, que puede dar buena cosecha de aves.
-Seguramente que sí, respondió Mokó; tres o cuatro tiros nos darán pichones por docenas. En cuanto a los nidos, atándose cualquiera con una cuerda, no sería difícil apoderarse de ellos.
-Convenido, dijo Gordon; mientras tanto, si Doniphan quiere cazar mañana...
-Me conviene, replicó éste; Webb, Cross y Wilcox vendrán conmigo.
-Con mucho gusto, respondieron los tres muchachos, encantados de poder tirar a aquellos millares de volátiles.
-Sin embargo, observó Briant, os recomiendo que no matéis demasiados pichones; cuando nos hagan falta ya sabremos buscarlos. Importa mucho no desperdiciar el plomo y la pólvora...
-¡Bueno... bueno!... respondió Doniphan, poco amigo de observaciones, y sobre todo si éstas venían de parte de Briant. No es la primera vez que cazo, y no necesito consejos.
Una hora más tarde, Mokó avisó que el almuerzo estaba preparado, y todos se apresuraron a subir a bordo del schooner para sentarse en el comedor, en el que, a consecuencia de la inclinación del yate, la masa estaba algo pendiente hacia babor; pero esto no era un gran inconveniente para niños acostumbrados al vaivén del buque. Los mariscos, y en particular las almejas, fueron declarados excelentes, aunque su preparación dejaba mucho que desear. Mas a aquella edad, ¿no es el apetito el mejor condimento? Galletas, un buen trozo de corn-beef, agua fresca cogida en la embocadura del río en el momento de la bajamar, para que no tuviese mal gusto, y advertía con algunas gotas de brandy, constituyeron esta comida, bastante aceptable.
La tarde se empleó en diversos trabajos de mudanza de la cala y en escoger los objetos inventariados. Durante este tiempo, Jenkins y sus compañeritos se ocuparon en pescar en el río, en donde hormigueaban una infinidad de peces de diversa clases. Luego, después de cenar, todos se fueron a descansar, menos Baxter y Wilcox, que estaban de guardia hasta el amanecer.
Así pasó la primera noche en aquella tierra del Océano Pacífico; tierra desconocida, y, al parecer, inhabitada.
En suma: estos muchachos no carecían de ninguno de los recursos que faltaban muy a menudo a la mayor parte de los náufragos en parajes desiertos. En el estado en que se encontraban, hombres de ingenio o industriosos hubieran salido adelante; pero ellos, el mayor de catorce primaveras, si estuviesen condenados a vivir muchos años en aquellas condiciones, ¿llegarían a proveer a las necesidades de su existencia?
Esto, por lo menos, se presentaba dudoso a los jóvenes náufragos.

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