Primera exploración del litoral. -Briant y Gordon a través de los
bosques.
-Vana tentativa para descubrir una gruta. -Inventario del material.
-Provisiones, armas, vestidos, camas, utensilios, instrumentos. -Primer
almuerzo. -Primera noche.
Ya hemos dicho que dejado lo alto del palo de mesana había observado
Briant
que la costa estaba desierta.
Hacía lo menos una hora que el schooner yacía en su lecho de arena, y
ningún
indicio se había dejado ver: debajo de los árboles, al pie del
acantilado, ni en
las orillas del río, se divisaba casa ni choza alguna. En la playa no se
encontraba la menor señal que diera a conocer la presencia del hombre,
no
viéndose tampoco humo en todo el perímetro de la bahía comprendido entre
los dos
promontorios del Sur y del Norte.
Briant y Gordon tuvieron, en primer lugar, el pensamiento de penetrar
entre
los árboles para llegar al acantilado y subir por allí, si era posible.
-Ya estamos en tierra ¡Esto es algo! dijo Gordon. Pero ¿qué tierra es
ésta,
que parece no estar habitada?...
-Lo importante es que no sea inhabitable,- respondió Briant. Tenemos
provisiones y municiones para algún tiempo... No nos falta más que una
vivienda,
y es menester encontrarla, aunque no sea más que para los pequeños...
¡Ellos
antes que nada!
-Sí, tienes razón, replicó Gordon.
-En cuanto a saber en dónde nos encontramos, repuso Briant, tiempo
tendremos
de ocuparnos de ello cuando hayamos atendido a lo más preciso. Si fuera
un
continente, tendríamos alguna probabilidad de ser socorridos. Si es una
isla...
una isla inhabitada... pero ya veremos... ¡Ven, Gordon; vamos a la
descubierta!...
Ambos alcanzaron rápidamente el límite de los árboles, que se
desarrollaban
en línea oblicua entre el acantilado y la orilla derecha del río, como
unos
trescientos o cuatrocientos pasos más arriba de la embocadura.
Ninguna huella se veía en aquella selva que enunciara la existencia
del ser
humano; ora un bosque completamente virgen, sin sendero ni paso
alguno. Algunos troncos, vencidos por la pesadumbre de la vejez, yacían
en el
suelo, y Gordon y Briant se hundían hasta la rodilla en la alfombra de
hojas
caídas. Sin embargo, los pájaros huían como si hubiesen aprendido a
desconfiar
de los hombres, y esto hacía pensar que si aquella costa no era
habitada, la
visitaban ciertamente indígenas de algún territorio próximo. En diez
minutos
nuestros muchachos atravesaron el bosque, cuya espesura era mayor al
lado del
acantilado, que se levantaba en corte perpendicular con una altura media
de
ciento ochenta pies.
¿Presentaría el basamento alguna hendidura en donde encontrar abrigo?
Era de
desear.
Allí, en efecto, una caverna, protegida por los árboles contra los
vientos y
fuera del alcance del mar, hubiera ofrecido, aun en el peor tiempo, un
excelente
refugio en donde los jóvenes náufragos pudieran instalarse
provisionalmente,
hasta tanto que una exploración más extensa de la costa les permitiera
aventurarse con seguridad hacia el interior del país.
Desgraciadamente, Gordon y Briant no descubrieron ninguna ruta, ni
siquiera
una cortadura que facilitase la ascensión del acantilado. Sería preciso,
probablemente, para internarse en el territorio, dar la vuelta a aquel
promontorio de piedra, cuyas disposiciones había examinado Briant desde
la
cubierta del Sloughi.
Durante media hora, ambos jóvenes bajaron hacia el Sur, siguiendo la
base de las
rocas, y llegaron a la margen derecha del río, que se dirigía, llena de
sinuosidades, en dirección al Oriente. Esta margen recibía la sombra de
hermosos
árboles, mientras la otra, por el contrario, presentaba un aspecto
completamente
distinto, pues sin verdura y sin accidentes en el terreno, parecía un
vasto
pantano, desarrollándose hasta el horizonte del Sur. Ante semejante
perspectiva,
y burlados Briant y Gordon en su esperanza de poder subir al acantilado
para
observar el país en un radio de varias millas, regresaron al Sloughi.
Doniphan y algunos otros iban y venían sobre las rocas de la playa,
mientras
Jenkins, Iverson, Dole y Costar se entretenían en buscar conchas.
Como es de suponer; nuestros dos exploradores apenas llegaron adonde
estaban
los demás, dieron cuenta del resultado de su excursión, y convinieron no
abandonar la embarcación hasta que investigaciones más detenidas y
extensas les
proporcionaran conveniente albergue; pues la goleta, si bien tenía algún
desperfecto en la cala y se hallaba inclinada hacia babor, podía servir
de
vivienda interina en el sitio mismo en que había encallado, y si el
puente se
había abierto hacia proa encima del puesto de la tripulación, el salón y
los
camarotes ofrecían suficiente abrigo en caso de tormenta. La cocina no
había
experimentado la más mínima alteración, con gran alegría de los
pequeñuelos, a
quienes la cuestión de las comidas interesaba en alto grado.
En medio de todo, hemos de convenir en que era una suerte que
aquellos pobres
muchachos no se viesen obligados a transportar a la playa todos los
objetos
indispensables a su instalación; porque, aun admitido que hubiesen
salido bien,
¡a cuántas dificultades y a cuántas fatigas se hubieran visto expuestos!
Y si el
yate hubiera encallado entre los arrecifes, ¿cómo salvar el material?
Las aguas
hubieran indefectiblemente destrozado en poco tiempo la goleta, con
pérdida de
muchas cosas que habían de serles muy útiles con el tiempo.
Felizmente, la marea alta había empujado el buque hacia la playa; y
si bien
es cierto que se encontraba impedido para volver a navegar, podía servir
de
morada, puesto que nada podría arrancarle de la arena, en la que estaba
hundida
su quilla. Era evidente que, por efecto del sol y de la lluvia, llegaría
a
quedar inservible; pero cuando esto sucediera, ya los náufragos habrían
encontrado alguna ciudad o pueblo, y si la tempestad los había relegado a
una
isla desierta, no dejarían de hallar, para sustituir al barco, alguna
gruta en
las rocas del litoral.
Lo mejor era, pues, quedarse provisionalmente a bordo, y convencidos
de ello,
tomaron sus disposiciones al efecto, siendo la primera la de colocar a
estribor
una escala de cuerdas que les facilitase la bajada a la playa.
En el ínterin, Mokó, que entendía algo de cocina, ayudado por
Service, a
quien gustaba guisar, se ocupó en preparar la comida, que, una vez
condimentada,
sirvió para amortiguar en todos el gran apetito que tenían, y Jenkins,
Iverson,
Dole y Costar se entregaron a la alegría y a los juegos propios de su
edad.
Sólo Santiago Briant, que era antes el diablillo del colegio
Chairmán,
continuó triste y aislado de sus compañeros.
Semejante cambio en su carácter y en sus costumbres no pudo menos de
sorprender extraordinariamente a los demás, quienes le interrogaban la
causa de
tal mudanza; pero el muchacho, cada vez más taciturno, no respondía a
sus
preguntas.
En fin, cansadísimos de tantos días y tantas noches pasadas en medio
de los
mil peligros de la tormenta, no pensaron ya más que en dormir.
Sin embargo, Briant, Gordon y Doniphan quisieron velar algunas horas
cada
uno, por temor a las fieras; pero la noche pasó sin ninguna alarma, y
cuando
salió el sol, después de una oración a Dios en acción de gracias, se
ocuparon de
las faenas que exigían las circunstancias.
En primer lugar, procedieron a inventariar las provisiones que
encerraba el
yate; luego el material, incluso las armas, instrumentos, utensilios,
ropas y
demás útiles.
La cuestión de alimento era la más grave, puesto que pareciendo
aquella costa
desierta, los recursos se limitaban a los productos de la pesca y de la
caza, si
es que ésta última se presentaba realizable.
Doniphan no había visto más que numerosas bandadas de ciertos
volátiles en
los arrecifes y las rocas de la playa; pero verse reducidos a
alimentarse sólo
de aves marinas era cosa triste, y de aquí la necesidad de saber cuánto
tiempo
podían durar, economizando, las provisiones encerradas en el schooner.
Aparte de la galleta, que tenían en cantidad considerable, había
varias
conservas de legumbres, jamones, empanadas de carne, compuestas de
harina de
primera calidad, picadillo de cerdo y especias, cornbeef,
salazones y otros víveres y sustancias alimenticias; pero, sin embargo,
todo eso
no podía durar más allá de dos meses, aun gastándolo con parquedad. Así
es que
desde un principio se hacía necesario recurrir a los productos del país,
economizando las provisiones para el caso de que tuviesen que andar
algunos
centenares de millas en busca de los puertos del litoral o de las
ciudades del
interior.
-¡Con tal de que parte de esas conservas no estén echadas a perder!
observó
Baxter. Si el agua del mar ha entrado en la cala después de encallar...
-Ya lo veremos abriendo las cajas que nos parezcan averiadas,
respondió
Gordon. Tal vez volviendo a cocer el contenido pudieran aprovecharse...
-Me encargo de ello, dijo Mokó.
-Pues no tardes en ponerte a la faena, repuso Briant, porque en estos
primeros días tendremos que vivir con las provisiones del Sloughi.
-¿Y por qué desde hoy mismo, replicó Wilcox, no nos ponemos a buscar
huevos
en las rocas que se elevan al Norte?
-¡Sí... sí...! exclamaron Dole y Costar.
-También podemos pescar, añadió Webb. ¿No hay cañas a bordo y pescado
en el
mar? ¿Quién quiere pescar?
-¡Yo... yo!...exclamaron a una los pequeños.
-¡Bien!... ¡Bien!... respondió Briant; pero no se trata de jugar, y
no
daremos cañas sino a los pescadores formales.
-Tranquilízate, Briant, repuso Iverson; cumpliremos nuestro cometido
como se
cumple con un deber.
-Bien: empecemos por el inventario de lo que encierra nuestro yate,
dijo
Gordon. Tenemos que pensar también en otras cosas tan necesarias como el
alimento...
-¿Podríamos recoger algunos mariscos para almorzar? advirtió Service.
-Sea, pues, respondió Gordon. Id tres o cuatro de los pequeños. Mokó,
acompáñalos.
-Sí, señor Gordon.
-¡Cuida bien de ellos! añadió Briant.
-No temáis.
El grumete, en quien se podía tener confianza, era un muchacho muy
servicial
muy diestro y valeroso, y estaba llamado a prestar grandes servicios a
los
jóvenes náufragos. Era asimismo muy adicto a Briant, quien a su vez no
ocultaba
la simpatía que le inspiraba Mokó; simpatía que hubiera avergonzado a
sus
compañeros anglosajones.
-Vamos, exclamó Jenkins.
-¿No vas con ellos, Santiago? preguntó Briant a su hermanito.
Santiago respondió negativamente.
Jenkins, Dole, Costar e Iverson, bajo la tutela de Mokó, partieron
hacia los
arrecifes, que el mar acababa de abandonar, esperando encontrar en los
intersticios de las piedras una buena cosecha de mariscos, especialmente
ostras
y cangrejos, que, crudos o cocidos, serían un componente agradable y
nutritivo
del almuerzo.
Como buenos chicos, saltaban y brincaban, viendo en esta excursión
más placer
que utilidad. Era cosa propia de sus pocos años, pues apenas les quedaba
ya el
recuerdo de las duras pruebas que acababan de pasar, ni se cuidaban
tampoco de
los peligros que les amenazaban en lo porvenir.
Desde el momento en que los pequeños se alejaron, los mayores
emprendieron la
tarea del inventario. Por una parte, Doniphan, Cross, Wilcox y Webb
hicieron el
censo de las armas, de las municiones, de las ropas, de los objetos de
cama y demás
utensilios de a bordo; por otra, Briant, Garnett, Baxter y Service
inventariaron
los vinos, cerveza, brandy, wisky y demás bebidas encerradas en el fondo
de la
cala, en barriles de diez a cuarenta galeones cada uno.
Gordon tomaba nota de todo ello en una cartera de bolsillo. El
metódico
americano poseía ya un estado completo del material de a bordo,
resultando de él
que poseían un velamen de repuesto, y también aparejos, muchas cuerdas,
cables y
otros enseres. Si el yate estuviese en estado de navegar, nada hubiera
faltado
para aparejarle bien; y si aquellas lonas no habían de servir más para
el buque,
podían aprovecharlas para otras cosas cuando se tratase de la
instalación de
nuestros náufragos. Algunos utensilios de pesca, redes y cañas de fondo u
otras,
figuraron también en el inventario; preciosos artefactos si abundaba el
pescado
en aquellos parajes.
En cuanto a las armas, he aquí la nota que Gordon escribió en su
cartera:
ocho escopetas de percusión central, utilizables para caza, y una docena
de
revólveres; las municiones se componían de trescientos cartuchos para
las armas
que se cargaban por la culata, dos toneles de pólvora, de veinticinco
libras
cada uno, y bastante cantidad de plomo en perdigones y en balas. Estas
municiones, embarcadas con el fin de proporcionar el recreo de la caza a
los
expedicionarios durante las paradas del Sloughi en las costas de Nueva
Zelandia, se emplearían
ahora para asegurar el alimento de los náufragos, ¡ojalá que no llegaran
a
servir para defender su vida! La cala encerraba también cierta cantidad
de
cohetes para las señales de noche y algunos proyectiles para las dos
chalupas
del yate, que también era de desear no sirviesen para rechazar los
ataques de
los indígenas.
Los objetos de tocador y los utensilios culinarios eran más que
suficientes
para las necesidades de todos, aun en el caso de que su estancia allí se
prolongase; y si parte de la vajilla se había roto por el choque del
Sloughi con los arrecifes, quedaba aun bastante para el
servicio de la cocina y del comedor; verdad es que éstos no eran objetos
de
primera necesidad. Más valiera que las ropas de franela, o de paño, de
algodón o
de hilo, figurasen en gran cantidad para mudarse, según las exigencias
del
clima, pues si aquella tierra se encontraba en la misma latitud que
Nueva
Zelandia, cosa probable, puesto que desde su partida de Auckland el
schooner había ido siempre empujado por los vientos de
Oeste, había que esperar temperaturas extremas; fuertes calores y
grandes fríos,
respectivamente, según las estaciones. Por fortuna, había a bordo gran
cantidad
de esos trajes indispensables en una excursión de varias semanas por el
mar.
Además, se encontraron en las maletas de la tripulación pantalones,
blusas,
capotes de hule y almillas de lana, que sería fácil arreglar para los
pequeños,
abrigándolos bien, a fin de que soportasen con menos riesgo los rigores
de la
estación invernal.
Inútil es decir que si las circunstancias obligaban a nuestros
jóvenes a
abandonar el buque, cada cual llevaría su cama, pues los camarotes
estaban bien
provistos de colchones, sábanas, almohadas, mantas y otros objetos, que,
cuidándolos, podían durar largo tiempo. ¡Largo tiempo!... Palabras que
significaban tal vez... ¡siempre!
He aquí lo que Gordon anotó también en su cartera, en el capítulo de
instrumentos de a bordo: dos barómetros aneróides, un termómetro
centígrado de
espíritu de vino, dos relojes marinos, varias trompas o bocinas de cobre
de las
que sirven en las noches de nieblas, y que se oyen a gran distancia,
tres
catalejos, una brújula con su cubierta y otras dos más pequeñas un
storn-glace,
indicando la proximidad de las tormentas, y, en fin, varias banderas del
Reino
Unido, sin contar otras más pequeñas para signos de inteligencia entre
dos
buques. Había también un
halkettsbouts, pequeña canoa de
cautchuc que se dobla como una maleta y sirve para atravesar un río o un
lago.
El cofre del carpintero encerraba un surtido bastante completo de
herramientas, herrajes y clavos para las ligeras reparaciones que
hubiese
necesitado el yate.
Los botones, hilos y agujas no faltaban tampoco, en previsión de la
rotura de
los vestidos, pues las pobres madres de los desgraciados niños habían
pensado en
todo lo que pudiera ocurrir a aquellos pedazos de sus entrañas.
Tenían también gran provisión de fósforos, mechas de yesca,
eslabones, y no
debían temer, por consiguiente, la falta de fuego.
A bordo se hallaban varios mapas especiales del archipiélago
neo-zelandés,
inútil para estos parajes desconocidos; pero afortunadamente Gordon
había
llevado consigo un atlas general de Stieler, comprensivo del Antiguo y
del Nuevo
Mundo, siendo este atlas lo mejor y lo más perfecto de la geografía
moderna.
La biblioteca del yate contenía cierto número de buenas obras
inglesas y
francesas, historias de viajes y libros científicos, sin contar los
famosos Robinsones que Service, aun con gran riesgo suyo hubiera
salvado de todo peligro, como Camoëns salvó sus Lusiadas; lo mismo que
hubiese hecho Garnett con su famoso
acordeón, sacado sano y salvo de los choques del buque. Y, por fin, no
les
faltaba nada para escribir; plumas, lápices, tinta, papel, y también un
calendario del año 1860, en el que Baxter fue encargado de borrar los
días a
medida que pasaban.
-¡Es el 10 de Marzo, dijo, el día en que nuestro pobre Sloughi ha
sido a arrojado sobre la costa!
Borró, pues, ese 10 de Marzo, así como los
anteriores a aquella fecha.
Hallaron también una suma de quinientas libras en oro en la caja del
yate.
¡Quién sabe si ese dinero serviría para que los náufragos, encontrando
algún
puerto, pudieran volver a su patria!
Gordon se ocupó en contar minuciosamente los barriles que estaban en
la
bodega. Varios de ellos, llenos de gin, de cerveza o de vino, se habían
roto, y
su contenido se había escapado por las rendijas del buque. Era una
pérdida
irreparable, y sería preciso, por lo tanto, economizar lo restante.
En suma; la cala encerraba cien galeones de clarete y de sherry,
cincuenta de
gin, de brandy y de wisky, y cuarenta toneles de cerveza, de veinticinco
galeones cada uno; además, unos treinta frascos de diversos licores que
encerrados en sus envoltorios de paja, habían podido resistir el choque
contra
los arrecifes.
Como se ve, los quince náufragos del Sloughi tenían asegurada la vida
material durante cierto
tiempo; pero lo incierto del porvenir les obligaba a examinar aquella
para saber
si podía proporcionar algunos recursos que les permitiera reservar las
provisiones que tenían; porque si aquel país estaba desierto, no era
probable
salir de él como no fuera con el auxilio de algún navío que viniese por
aquellos
parajes y que ellos pudiesen hacerle señales que indicasen su presencia.
Reparar
el buque, no había que pensar en ello; esto exigía un trabajo superior a
sus
fuerzas, careciendo además de las herramientas necesarias al efecto.
Construir
uno nuevo con los desperdicios del yate, ¿para qué? Sin conocer a fondo
la
navegación, ¿cómo hubieran podido atravesar el Pacifico para volver a
Nueva
Zelandia?
No obstante, con las chalupas del schooner no sería difícil buscar
alguna otra isla o
continente, si existieran cerca; pero dichas embarcaciones habían sido
arrebatadas por la tormenta y no quedaba más que la canoa, buena
únicamente para
navegar a lo largo de la costa.
A las doce, los pequeños, guiados por Mokó, volvieron a bordo. Traían
una
buena provisión de moluscos, que el grumete se puso a preparar. En
cuanto a
huevos, debía haberlos en gran cantidad, pues Mokó había visto muchas
palomas
que anidaban en los huecos del acantilado.
-Está bien, dijo Briant; uno de estos días organizaremos una cacería,
que
puede dar buena cosecha de aves.
-Seguramente que sí, respondió Mokó; tres o cuatro tiros nos darán
pichones
por docenas. En cuanto a los nidos, atándose cualquiera con una cuerda,
no sería
difícil apoderarse de ellos.
-Convenido, dijo Gordon; mientras tanto, si Doniphan quiere cazar
mañana...
-Me conviene, replicó éste; Webb, Cross y Wilcox vendrán conmigo.
-Con mucho gusto, respondieron los tres muchachos, encantados de
poder tirar
a aquellos millares de volátiles.
-Sin embargo, observó Briant, os recomiendo que no matéis demasiados
pichones; cuando nos hagan falta ya sabremos buscarlos. Importa mucho no
desperdiciar el plomo y la pólvora...
-¡Bueno... bueno!... respondió Doniphan, poco amigo de observaciones,
y sobre
todo si éstas venían de parte de Briant. No es la primera vez que cazo, y
no
necesito consejos.
Una hora más tarde, Mokó avisó que el almuerzo estaba preparado, y
todos se
apresuraron a subir a bordo del
schooner para sentarse en el comedor,
en el que, a consecuencia de la inclinación del yate, la masa estaba
algo
pendiente hacia babor; pero esto no era un gran inconveniente para niños
acostumbrados al vaivén del buque. Los mariscos, y en particular las
almejas,
fueron declarados excelentes, aunque su preparación dejaba mucho que
desear. Mas
a aquella edad, ¿no es el apetito el mejor condimento? Galletas, un buen
trozo
de corn-beef, agua fresca cogida en la embocadura del río en el
momento de la bajamar, para que no tuviese mal gusto, y advertía con
algunas
gotas de brandy, constituyeron esta comida, bastante aceptable.
La tarde se empleó en diversos trabajos de mudanza de la cala y en
escoger
los objetos inventariados. Durante este tiempo, Jenkins y sus
compañeritos se
ocuparon en pescar en el río, en donde hormigueaban una infinidad de
peces de
diversa clases. Luego, después de cenar, todos se fueron a descansar,
menos
Baxter y Wilcox, que estaban de guardia hasta el amanecer.
Así pasó la primera noche en aquella tierra del Océano Pacífico;
tierra
desconocida, y, al parecer, inhabitada.
En suma: estos muchachos no carecían de ninguno de los recursos que
faltaban
muy a menudo a la mayor parte de los náufragos en parajes desiertos. En
el
estado en que se encontraban, hombres de ingenio o industriosos hubieran
salido
adelante; pero ellos, el mayor de catorce primaveras, si estuviesen
condenados a
vivir muchos años en aquellas condiciones, ¿llegarían a proveer a las
necesidades de su existencia?
Esto, por lo menos, se presentaba dudoso a los jóvenes náufragos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario