15 de febrero de 2012

Capítulo Vll

El bosque de abedules. -Desde lo alto del acantilado. -A través del bosque. -Una barrera sobre el «creek». -El río conductor. -Campamento para la noche. -La choza. -La línea azulada. -Phann bebe.
Briant, Doniphan, Wilcox y Service partieron a las siete de la mañana. El sol, subiendo en el cielo sin nubes, anunciaba uno de aquellos hermosos días que el mes de Octubre ofrece algunas veces a los habitantes de las zonas templadas del hemisferio boreal. Nuestros muchachos no tenían que temer ni el frío ni el calor, y si algún obstáculo retrasaba su marcha, provendría únicamente de la naturaleza del suelo.
Atravesaron la playa en línea oblicua para llegar más pronto al pie de las rocas. Gordon les aconsejó que se llevaran a Phann, cuyo instinto podría serles muy útil: he aquí por qué el inteligente animal formaba parte de la expedición.
Un cuarto de hora después de su marcha, los jóvenes habían desaparecido debajo de los árboles. Algunos pájaros revoloteaban aquí y allí; pero como no se podía desperdiciar el tiempo, Doniphan resistió a la tentación, absteniéndose de tirar un solo tiro. El mismo Phann llegó a comprender que sus idas y venidas eran inútiles, concluyendo por no apartarse sino algunos pasos delante de sus amos, reconociendo el terreno.
El plan de nuestros exploradores consistía en seguir la base del acantilado hasta el cabo, situado al Norte de la bahía, y si antes de llegar a su extremo no habían podido pasar, se dirigirían hacia la laguna señalada por Briant. Este itinerario, aunque no fuese el más corto, era el más seguro; máximo cuando importaban poco dos o tres millas más o menos tratándose de unos muchachos llenos de vigor y buenos andarines.
Al llegar a las rocas, Briant reconoció el sitio en el que Gordon y él se detuvieron en su primera exploración. En esta parte de la muralla granítica no se ofrecía ningún paso al Sur; era, pues, preciso ir hacia el Norte para buscarlo, aunque tuvieran que llegar hasta el cabo. Necesitarían tal vez para ello un día entero; pero no podían proceder de otro modo en el caso de que el acantilado fuese infranqueable por su frente occidental.
Esta es la explicación que Briant dio a sus compañeros; y Doniphan, después de muchas tentativas para subir por una de las pendientes del talud, no encontró ninguna objeción que hacer. Anduvieron tres o cuatro millas más, y temiendo Briant que tuviesen que ir hasta el promontorio, mostrábase impaciente por saber si encontrarían el paso libre, pues a la hora que era, tal vez el mar cubriese ya la playa, en cuyo caso se perdía casi medio día esperando que la bajamar dejara en seco los arrecifes.
-Apresurémonos, dijo después de explicar el interés que tenía en llegar antes al flujo.
-¡Bah! respondió Wilcox. ¡Qué más da que nos mojemos algo los tobillos!
-Los tobillos, y luego el pecho, y también las orejas, replicó Briant. El mar sube lo menos cinco o seis pies. En verdad, creo que mejor hubiera sido dirigirnos al promontorio en línea recta.
-¿Por qué no lo propusiste? replicó Doniphan. Eres tú el que guías, y si nos retrasamos, la culpa será cuya.
-Sea, Doniphan. En todo caso no perdamos un instante. Pero ¿dónde está Service?
Y llamó a voces:
-¡Service!... ¡Service!...
El muchacho no estaba por allí. Después de haberse alejado con su cariñoso Phann, acababa de desaparecer detrás de una parte saliente del acantilado, a un centenar de pasos a la derecha.
Pero casi en aquel instante se oyeron unos gritos, seguidos de los ladridos del perro. ¿Se encontraría Service en peligro?
En un momento, Briant, Doniphan y Wilcox se unieron a su compañero, a quien hallaron parado ante un derrumbamiento reciente en aquella mole de piedra. A consecuencia, sin duda, de filtraciones, o sencillamente por la intemperie la masa calcárea se había desunido, formando una especie de medio embudo, con la punta hacia abajo, desde la cresta del muro hasta el suelo. Las paredes interiores formaban una pendiente de cuarenta a cincuenta grados, a lo sumo, presentando además algunas irregularidades, en las que nuestros pequeños exploradores encontrarían puntos de apoyo.
La ascensión, pues, para muchachos ágiles, no era difícil, y llegarían sin mucho trabajo a lo alto, si un nuevo derrumbamiento no lo impedía.
Empezaron a subir.
Doniphan se lanzó el primero al montón de piedras hacinadas en la base.
-¡Espera!... ¡Espera!... exclamó Briant. ¡No cometamos imprudencias!...
Pero Doniphan no le hizo caso, y como quería, por amor propio, adelantar a sus compañeros, y sobre todo a Briant, llegó pronto a la mitad de la altura.
Los demás le imitaron, procurando no colocarse directamente detrás de él, a fin de evitar el choque de los cantos que se desprendían y rodaban hasta el suelo.
Sin incidente alguno llegaron a la altura, habiendo tenido Doniphan la satisfacción de ser el primero que pisara la cresta de las rocas.
En seguida sacó el anteojo y fijó si mirada a lo largo de aquellos bosques, que se perdían de vista en dirección al Este.
Era el mismo panorama de verdura y cielo que Briant había visto desde el cabo, si bien aparecía menos profundo, porque el punto de observación primero tenía unos cien pies más de altura que el acantilado.
-¿No ves nada? preguntó Wilcox.
Y Doniphan le entregó el catalejo, pintándose en sus facciones una viva satisfacción.
-No veo nada de agua, repuso Wilcox.
-Será, probablemente, porque no la haya por ese lado. Puedes mirar, Briant, y supongo que
reconocerás tu error.
-Es inútil; estoy cierto de no haberme equivocado.
-¡Vaya una terquedad! No vemos absolutamente nada, y...
-Es muy natural, puesto que esto tiene menos elevación que el promontorio, lo que disminuye el alcance de la vista. Si estuviésemos a la misma altura en que estaba yo colocado, veríais la línea azul a una distancia de seis o siete millas, y no dudaríais de que está allí, sin que sea posible confundirla con las nubes.
-Eso es muy fácil de decir, replicó Wilcox.
-Y no menos fácil de probar, respondió Briant.
Bajemos las rocas, atravesemos al bosque y marchemos en línea recta hasta que lleguemos.
-Bueno, replicó Doniphan; pero en verdad, no sé si vale la pena de que...
-Quédate, Doniphan, respondió Briant, quien, fiel a los consejos de Gordon, se contenía, a pesar de la mala voluntad de su compañero. Quédate; Service y yo iremos solos.
-Nosotros también, replicó Wilcox. Adelante, Doniphan, adelante.
-Cuando almorcemos, dijo Service.
-En efecto, contestaron los otros.
Y se pusieron a tomar un buen refrigerio, con el apetito y la alegría propios de los pocos años; y una vez terminada la comida, se pusieron en marcha.
La primera milla se anduvo sin obstáculo de ninguna clase, encontrándose tan sólo aquí y allí musgos y líquenes que cubrían las tumescencias pedregosas. Algunos arbolitos se agrupaban de trecho en trecho, según su especie; aquí, helechos arborescentes o licopodios; allá, brezos con sus diminutas flores, y berberis, que subido es se multiplican en casi todas las latitudes.
Cuando Briant y sus compañeros hubieron recorrido la meseta superior, empezaron a bajar con gran trabajo por el lado opuesto del acantilado, casi tan elevado y recto como el de la bahía; pero si no hubiesen encontrado el lecho de un torrente, seco en aquella época y cuyas sinuosidades facilitaban el descenso, se hubieran visto obligados a volver al promontorio.
Al llegar al bosque, la marcha se hizo más penosa en un suelo lleno de hierbas muy altas. Árboles caídos obstruían el paso, y los matorrales eran tan espesos, que se hacía menester abrir camino. Los muchachos movían el hacha con la agilidad y energía de los mejores gastadores atravesando las selvas del Nuevo Mundo; pero a cada instante tenían que detenerse, y en aquellas paradas más se cansaban los brazos que las piernas. Esto les ocasionaba mucho retraso, y el disgusto de ver que el camino recorrido no sería mucho; mas siguieron en su empresa.
Parecía, en verdad, que ningún ser humano hubiese penetrado jamás bajo la cubierta de aquel bosque, pues ni el más pequeño sendero denunciaba la acción de hombre alguno. Solamente las borrascas o la vejez habían podido derribar aquellos árboles, y las hierbas aplastadas en algunos sitios no indicaban otra cosa que el paso reciente de animales de mediana estatura, de los que se vieron huir a algunos, aun cuando no pudieron determinar a qué especie pertenecían.
Doniphan estuvo a punto muchas veces de descargar su escopeta sobre aquellos animales inofensivos; pero la razón le hizo comprender que no era prudente dar a conocer su presencia con las detonaciones de un arma de fuego; así es que, dadas sus aficiones, tuvo que apelar a toda la firmeza de carácter para no caer en la tentación de matar alguna de esas perdices de tan delicado gusto, u otros de los volátiles que revoloteaban a millares.
Reprimidos por tales razones sus ímpetus, se contentó con hacer constar que si tuviesen que residir en aquella región, la caza podría darles un alimento abundante y sustancioso.
Aquellos bosques estaban formados en su mayor parte por abedules y hayas que desarrollaban sus verdes ramas hasta una altura de cien pies. Habla también algunos cipreses, mirtáceos de una madera encarnada y muy compacta, y magníficos grupos de esos vegetales llamados winters, cuya corteza esparce un aroma muy parecido a la canela.
Eran las dos de la tarde cuando tuvieron que hacer una nueva parada en medio de un claro atravesado par un río poco profundo, que se llama un creek en la América del Norte. Las aguas de esto arroyo, de una limpidez perfecta; corrían suavemente sobre un lecho de negruzcas rocas, y al vérselo deslizar tranquilo por un somero cauce, sin nada que estorbara su marcha, podría creerse que su nacimiento no estaba lejos. En cuanto a vadearle, nada era más fácil, con sólo pasar por encima de las piedras sembradas en su lecho, algunas de las cuales llamaban la atención por la simetría con que estaban colocadas de trecho en trecho, unas sobre otras.

-¡He aquí una cosa singular! dijo Doniphan.
-¡Parece una calzada! exclamó Service, disponiéndose a pasar del otro lado.
-¡Espera, espera! le dijo Briant; deja que nos demos cuenta de la colocación de estas piedras.
-No puede admitirse que se hayan arreglado solas de ese modo, añadió Wilcox.
-No, dijo Briant; parece que se ha querido establecer un paso en este sitio del río... Veámoslo desde más cerca.
Y examinaron con detención cada uno de los guijarros de aquella estrecha vía, que no sobresalía del agua más que algunas pulgadas, debiendo ser, por lo tanto, inundada en la estación de las lluvias.
En resumidas cuentas, ¿podía decirse que la mano del hombre era la que había colocado allí esas piedras? No. Más fácil era creer que, arrastradas por la fuerza de la corriente, se habían ido amontonando poco a poco, formando una barrera natural. Esa fue la opinión de Briant y de sus compañeros, después de una minuciosa observación; induciendo a creerlo así también el hecho de que ninguna de las orillas presentaba indicio alguno de haber sido holladas por la planta humana.
El arroyo se dirigía al Noroeste. ¿Desembocaría en aquel mar que Briant aseguraba haber visto desde lo alto del promontorio?
-Es posible, dijo Doniphan, que ese río sea afluente de otro más importante que siga luego su curso hacia el Oeste.
-Ya lo veremos, dijo Briant, no queriendo entrar en discusión; pero soy de parecer que mientras corra al Este debemos seguirle, si no da muchas revueltas.
Y los cuatro viajeros se pusieron en marcha, después de atravesarle por la calzada. Salvo algunos sitios, en donde los árboles mojaban sus raíces en el agua, les fue fácil seguir la orilla, cuya dirección era siempre hacia el mismo punto; pero a las cinco y media Briant y Doniphan observaron que el riachuelo cambiaba de rumbo, corriendo ya al Norte, y tuvieron que abandonar su ribera para volver a internarse en lo más espeso de la selva, por la que caminan penosamente por en medio de la espesura de aquellas altas hierbas, y en muchos sitios necesitaba dar voces a cada instante para no extraviarse.
Después de un día entero de marcha, nada les indicó aun la proximidad de ningún mar. Briant no dejaba ya de experimentar cierta inquietud. ¿Habría sido una ilusión aquella línea azul que vio desde lo alto del promontorio?
-¡No... no!... se decía. ¡No me he equivocado!...
Eso no puede ser.
A las siete de la tarde no habían alcanzado aun el límite del bosque, y la oscuridad era ya demasiado grande para que pudiesen andar con seguridad.
Briant y Doniphan acordaron hacer alto y pasar la noche debajo de los árboles. Con un buen trozo de corn-beef no se pasaría hambre, y con buenas mantas no se sentiría el frío. Pensaron encender una hoguera; pero esa precaución, muy conveniente para alejar las fieras, les hubiera comprometido en el caso de que algún indígena la observase.
-Vale más no arriesgarse a ser descubiertos, dijo Doniphan.
Todos fueron de su parecer, y no se ocuparon ya más que de cenar, pues el apetito no faltaba.
Terminada la cena, y cuando se disponían a echarse al pie de un enorme abedul, Service les señaló a algunos pasos de distancia una espesa maleza, de en medio de la que salía un árbol de mediana altura, cuyas ramas caían hasta el suelo. Parecales mejor el sitio, y en él, sobre un montón de hojas secas, los cuatro se acostaron, y después del mismo verse en las mantas, no tardaron en voldar profundamente dormidos, de en que. modo que Phann, no obstante su obligación de velar por ellos, se dormía también.
Eran las siete cuando Briant y sus compañeros se despertaron. Los rayos oblicuos del sol alumbraban poco aun el lugar en que habían pasado la noche.
Service fue el primero que salió del matorral, y un instante después empezó con exclamaciones gritando:
-¡Briant!... ¡Doniphan!... ¡Wilcox!... ¡Venid, venid pronto!...
-¿Qué te pasa? preguntó Briant.
-¿Qué ocurre? preguntó a su vez Wilcox. ¡Con esa manía que tienes, Service, de gritar siempre, nos das unos sustos!...
-¡Bueno... bueno!... replicó el vivaz muchacho. ¡Tranquilizáos y mirad en dónde hemos dormido! No era un matorral; era una cabaña hecha con ramas, una de esas chozas que los indios llaman ajoupa, construida con ramas entrelazadas. Esta ajoupa debía de ser muy antigua, pues su techo y sus paredes no se sostenían más que por el árbol, cuyas ramas la vestían. Era en un todo igual a las que construyen los indígenas del Sur de América.
-¿Habrá aquí habitantes? dijo Doniphan mirando en derredor.
-Si no los hay, los ha habido, respondió Briant, porque esta cabaña no se ha hecho sola.
-Esto explica la existencia de la calzada del creek, observó Wilcox.
-¡Tanto mejor! exclamó Service; si hay habitantes, son buenas gentes, puesto que han edificado esta choza a propósito para que pasemos en ella la noche, haciéndonos un señalado favor.
Era indudable que algunos indígenas habitaban o habían habitado, en una época más o menos lejana, aquella parte del bosque. Pero que fuesen buenas gentes, como decía Service, nada era menos cierto, porque no podían ser sino indios, si esa comarca comunicaba con el Nuevo Continente, o polinesios, y tal vez caníbales, si fuera una isla de uno de los grupos de Oceanía.
Esta última eventualidad ofrecía muchos peligros: importaba, pues, ahora más que nunca, resolver la cuestión. Así es que, cuando Briant se apresuraba a emprender la marcha, Doniphan propuso a sus compañeros registrar minuciosamente la choza, que parecía abandonada desde largo tiempo.
Tal vez pudieran encontrar algún objeto, utensilio, instrumento o herramienta que les diera algún indicio sobre el antiguo habitante de aquella morada.
El lecho de hojas secas extendido en el suelo del ajoupa fue revuelto con cuidado, y en un rincón Service recogió un fragmento de barro cocido, que parecía ser los restos de un porrón. Nuevo indicio del trabajo del hombre, pero que no dilucidaba el problema.
A las siete y media, y con la brújula en la mano, nuestros muchachos emprendieron de nuevo su ruta, dirigiéndose siempre al Este, en un suelo algo en declive; anduvieron así durante dos horas en medio de grandes hierbas y arbustos que dificultaban en gran manera su marcha, teniendo muchas veces que abrirse paso a hachazos.
Por fin, un poco antes de las diez lograron divisar el horizonte a través de los árboles.
Más allá del bosque se extendía una llanura sembrada de lentiscos, tomillos y helechos, y a media milla al Este estaba cerrada por un banco de arena, lamido por las aguas de aquel mar que había visto Briant, y que se extendía hasta el horizonte.
Doniphan se callaba. Sentía mucho este vanidoso joven que su compañero no se hubiera equivocado.
Briant, que no quería humillarle con su triunfo, no aparentó obtenerlo, y examinaba aquella región con el anteojo.
Al Norte, la costa, vivamente alumbrada por los rayos del sol, se encorvaba un poco a la izquierda. Al Sur sucedía lo mismo, con la única diferencia de que la curva de la costa era mayor. Ya no había que dudar; no era un continente, sino una isla, sobre la que la tempestad había hecho encallar el schooner, y era preciso renunciar a toda esperanza de salir de allí, si el socorro no venía de fuera. En alta mar nada se veía; parecía que aquella isla estaba como perdida en medio de la inmensidad del Pacífico.
Briant, Doniphan, Wilcox y Service, habiendo atravesado la llanura que se extendía hasta la playa, hicieron alto al pie del banco de arena, con el objeto de almorzar en seguida y emprender otra vez el camino del bosque, pues apresurándose, quizás les fuera posible llegar al Sloughi antes de la noche. La comida fue bastante triste, sin que apenas cambiasen algunas palabras. Por fin Doniphan, cogiendo su saquito y su escopeta, se levantó, diciendo secamente:
 -Partamos.
Y los cuatro, después de echar una última ojeada hacia aquel mar, se disponían a andar, cuando Phann echó a correr hacia la playa.
-¡Phann!... ¡Ven aquí, Phann! gritó Service.
Pero el animal siguió corriendo, oliendo la húmeda arena. Luego, brincando en medio de las pequeñas olas de la resaca, se puso a beber con avidez.
-¡Está bebiendo!... ¡Está bebiendo! exclamó Doniphan.
En un instante atravesó la playa, y cogiendo un poco de aquella agua en el hueco de la mano, se la llevó a los labios... ¡Era dulce! Era, por lo tanto, un lago, y no el mar, como creían, lo que se extendía hasta el horizonte del Este.

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