6 de febrero de 2012

Capítulo l


Capítulo l La tempestad. -Un «schooner» desamparado. -Cuatro muchachos en el puente del «Sloughi». -La mesana hecha pedazos. -Visita en el interior del yate. -El grumete medio ahogado. -Una ola por la popa. -La tierra a través de las nieblas de la madrugada. -El banco de arrecifes.
Durante la noche del 9 de Marzo de 1860 las nubes, confundiéndose con el mar, no permitían a la vista extenderse más allá de algunas brazas en derredor.
En aquel mar furioso, cuyas olas se desplegaban dejando en pos de sí surcos lívidos y espumosos, un buque ligero huía casi sin velas.
Era un yate de cien toneladas, un schooner, como llaman a las goletas en Inglaterra y en América.
Este schooner se denominaba el Sloughi, nombre que se hubiera buscado en vano en el cuadro de popa, en atención a que había sido arrancado en parte por debajo del coronamiento, quizá por el huracán, tal vez por algún choque.
Eran las once de la noche. Bajo la latitud en que se hallaba, y a principios de Marzo, éstas son bastante cortas. Los primeros albores no es dejarían ver hasta las cinco de la madrugada. ¿Pero serían acaso menores los peligros que amenazaban al Sloughi cuando el sol alumbrase el espacio? Tan débil nave ¿no estaría sin cesar, hasta destruirse, a merced de las olas, cada vez más embravecidas?
Seguramente que esto último acontecería, pues sólo la calma podría salvarla de un horroroso naufragio, cual lo es el que ocurre en medio del Océano, lejos de toda tierra, cuya presencia alienta siempre y hace muchas veces que algunos náufragos, reanimados por la esperanza, encuentren su salvación.
En la popa del Sloughi, y al lado del timón, se hallaban tres muchachos, uno de catorce años, otros dos de trece y un grumete de raza negra, que contaba apenas doce. Los pobres niños reunían sus fuerzas para impedir que las olas cogieran al schooner  por los costados, haciéndole perecer. Era un trabajo muy rudo, porque la rueda del gobernalle, dando vueltas a pesar de los esfuerzos que las pobres criaturas hacían para dominarla, podía de un momento a otro sobreponerse a ellos y lanzarlos al mar. Un poco antes de las doce arreciaron tanto las olas que batían el flanco del yate, que puede considerarse como un milagro que no se rompiera el timón. Los golpes de mar eran rudísimos, y uno de ellos, muy fuerte, derribó a nuestros pequeños marineros, si bien pudieron éstos levantarse casi en seguida.
-¿Sirve todavía el timón? preguntó uno de ellos.
-Sí, Gordon, respondió otro muchacho, llamado Briant, que, habiendo vuelto a ocupar su sitio, conservaba toda su sangre fría.
Luego, dirigiéndose al tercero, dijo:
-Agárrate fuerte, Doniphan, y procura no acobardarte. Tenemos que salvar a los demás.
Estas frases fueron dichas en inglés; mas por el acento de Briant dejábase conocer que era de origen francés.
Éste se volvió hacia el grumete, diciéndole:
-¿Estás herido, Mokó?
-No, señor Briant; pero procuremos mantener el buque dando la popa a las olas, si no queremos irnos a pique.
En este momento se abrió la escotilla que daba patio al salón del schooner, y dos cabecitas aparecieron al nivel del puente, oyéndose al mismo tiempo los ladridos de un perro, que no tardó en dejarse ver también.
-¡Briant!... ¡Briant!... exclamó un niño como de unos nueve años de edad: ¿qué sucede?
-Nada, Iverson, nada, replicó Briant. Bájate otra voz con Dole... ¡Pronto, muy pronto!...
-¡Es que tenemos mucho miedo! añadió el otro más pequeño.
-¿Y los demás?... preguntó Doniphan.
-¡Los demás también están asustados! replicó Dole.
-Vamos, volved abajo, dijo Briant; encerraos, tapaos la cabeza con la sábana, cerrad los ojos, y así no tendréis miedo. No hay peligro ninguno.
-¡Atención!... ¡Otra ola!... exclamó Mokó.
Y, en efecto, un violento choque se sintió en la popa; pero felizmente no embarco agua, porque si tal hubiera sucedido, la ruina sería completa, pues penetrando el agua en el interior por la puerta de la escotilla, el yate no hubiera podido levantarse más.
-¡Volveos adentro, con mil rayos! exclamó Gordon: ¡volveos, si no queréis que os castigue!
-Vamos, niños, marchaos, volvió a repetir Briant con más dulzura.
Las dos cabecitas desaparecieron; mas en aquel momento, otro muchacho, que acababa de subir, preguntó:
-¿No nos necesitas, Briant?
-No: Baxter, Cross, Webb, Service, Wilcox y tú, quedaos con los pequeños. Bastamos aquí los cuatro.
Baxter volvió a cerrar por dentro.
-Los demás también tienen miedo, había dicho Dole, según recordarán nuestros lectores. Pero ¿es que no había más que niños en aquel schooner llevado por el huracán? ¿Es que no existía ningún hombre a bordo, ni un capitán que mandara, ni un marino siquiera que ejecutara las maniobras, ni un timonel que gobernase en medio de aquella tormenta? ¡No, no había más que niños! ¿Y cuántos eran? Quince, contando a Gordon, Briant,
Doniphan y el grumete que ya conocemos. ¡Y en qué circunstancias se embarcaron y por qué se encontraban solos? Pronto lo sabremos.
Lo cierto es que, dado tal personal, no es de extrañar que nadie a bordo pudiese decir la posición exacta del Sloughi en medio de aquel Océano... ¡Y qué Océano! El más grande de todos, el Pacífico, que tiene dos mil leguas de anchura desde Australia y Nueva Zelandia hasta el litoral suramericano. ¿Qué había sucedido? ¿La tripulación varonil del yate habla desaparecido por efecto de alguna catástrofe? ¿Piratas de la Malasia se habían apoderado quizás de los marineros, no dejando a bordo más que unos cuantos niños entregados a sí mismos, no pasando el mayor de catorce años? Un buque de cien toneladas necesita, por lo menos, un Capitán, un contramaestre, cinco o seis hombres; y de ese personal, indispensable para maniobrar, no quedaba más que un grumete. Pero, en fin, ¿de dónde venía ese schooner? ¿De qué paraje austrolasiano, o de qué archipiélagos de Oceanía? ¿Desde cuánto tiempo estaba en el mar, y cuál era su rumbo? Seguramente que aquellos pobres niños podrían contestar a todas aquellas preguntas si hubieran encontrado algún navío y el capitán les preguntara el motivo de su aislamiento; mas por desgracia no se divisaba ningún buque, ni siquiera de los transatlánticos, cuyos itinerarios se cruzan en los mares oceánicos, ni tampoco barcos del comercio, de vapor o veleros, que Europa y América mandan a centenares hacia los puertos del Pacífico. Y aunque uno de esos buques, tan potentes por su máquina o por su velamen, estuviera en aquellos parajes, le hubiese sido muy difícil socorrer al yate, ocupado él mismo en luchar con la tempestad.
Briant y sus compañeros procuraban, por todos los medios que estaban a su alcance, que el schooner no se tumbara por completo.
-¿Qué hacemos?... dijo Doniphan.
-¡Todo lo que sea posible para salvarnos, con la ayuda de Dios! respondió Briant con serenidad admirable, precisamente en momentos en que ciertamente aun el hombre de más energía hubiera conservado muy pocas esperanzas de salvación.
En efecto; la tempestad arreciaba y el huracán crecía en intensidad, amenazando a cada instante hundir la embarcación, privada hacía cuarenta y ocho horas de su palo mayor, que, roto a cuatro pies de altura por encima del puente, no permitía izar ninguna vela con que auxiliar el gobierno del buque.
El palo mesana se sostenía aun, pero era de temer cercano el momento en que, falto de los obenques, se cayera sobre el puente. Hacia la proa, el pequeño foque, hecho pedazos, era de tal modo agitado por el huracán, que sus sacudidas parecían detonaciones de armas de fuego. No quedaba ya más vela que la mesana, pronta a desgarrarse también, pues los pobres muchachos no hablan tenido la suficiente fuerza para quitar el último rizo, a fin de disminuir su superficie. Si aquella vela se rompía, sería ya imposible que el yate hiciera frente al viento, y las olas, cogiéndolo por los lados, lo tumbarían de seguro, yéndose irremisiblemente a pique, y sus pasajeros desaparecerían con él en el terrible abismo.
Hasta entonces, ni una isla, ni un continente se había visto al Este. Chocar con una costa es una eventualidad terrible, sin embargo, esos niños lo hubieran temido menos que a los furores de aquel inmenso mar. Un litoral cualquiera, con sus escollos, sus rompientes, sus rocas incesantemente invadidas por la resaca, era preferible a ese Océano, pronto a abrirse bajo sus pies. Así es que los pobres chicos miraban siempre al horizonte, esperando ver alguna luz que los guiase. ¡Vana esperanza!
De repente, hacia la una de la madrugada, un ruido espantoso dominó el silbido del huracán.
-¡El palo de mesana se ha roto!... exclamó Doniphan.
-No, respondió el grumete. Es la vela, que se ha soltado de las relingas.
-Es menester arrancarla, dijo Briant. Gordon, ponte en el timón con Doniphan; y tú, Mokó, ven a ayudarme.
El negrito, siendo grumete, tenía algunas nociones de náutica, de las que no carecía tampoco Briant, por haber atravesado ya el Atlántico y el Pacífico cuando hizo el viaje de Europa a Oceanía, habiéndose familiarizado algún tanto con las maniobras. Esto explica el por qué los demás, que no sabían nada de eso, habían confiado a Briant y a Mokó el cuidado de dirigir el schooner.
En un instante, ambos muchachos corrieron valerosos hacia la proa, pues era menester a toda costa desembarazarse de la mesana para evitar que el buque cayera de costado; porque si esto hubiese sucedido, sería de todo punto imposible levantarlo, a manos que no cortasen por completo el palo después de quitarle los obenques metálicos, trabajo que no podían ejecutar los infantiles tripulantes del yate.
En tales condiciones, Briant y Mokó dieron pruebas de una notable destreza. Resueltos a conservar todo el velamen posible para tener el Sloughi en posición de recibir el viento por la popa mientras durase la borrasca, consiguieron largar la driza de la verga, que cayó a cuatro o cinco pies del puente. Los jirones de la mesana, cortados con un cuchillo por su parte inferior y sujetos por algunas abrazaderas, fueron amarrados a los cabos del empavesado, no sin que ambos intrépidos muchachos se vieran a punto de ser arrastrados por las olas.
Con este reducido velamen el buque pudo conservar la dirección que ya seguía desde tanto tiempo, dando su casco bastante presa al viento para que corriese con la velocidad da un torpedero. Lo que importaba sobre todo era librarse de las olas, huyendo con rapidez, para evitar que algún golpe de mar saltase por encima del buque. Esto hecho, Briant y Mokó se reunieron a Gordon y a Doniphan para ayudarles a gobernar.
La puerta de la escotilla se abrió en aquel momento por segunda vez, y dejóse ver una cara infantil. Era Santiago, hermano de Briant, con tres años menos de edad que él.
-¿Qué quieres, Santiago? le preguntó el mayor.
-¡Ven... ven!... respondió el niño. ¡Hay agua hasta en el salón!
-¡Es posible! exclamó Briant.
Y precipitándose por la escalera, la bajó casi de un salto.
-El salón estaba débilmente alumbrado por una lámpara, que el vaivén del buque balanceaba con violencia. Esta luz permitía distinguir a una docena de niños tendidos en los divanes o en las camitas del Sloughi. Los más pequeños (los había de ocho y nueve años), apretados unos contra otros, estaban llenos de espanto.
-¡No hay peligro! les dijo Briant, queriendo tranquilizarlos. ¡Estamos nosotros aquí!... ¡No tengáis miedo!...
Entonces, bajando hasta el suelo un farol que tenía en la mano, vio que cierta porción de agua corría de un lado a otro del yate. ¿De dónde era aquella agua? ¿Había penetrado por alguna grieta? Esto era preciso averiguar.
Contiguo al salón se encontraba una gran cámara, luego el comedor, y después la habitación de los tripulantes.
Briant recorrió dichos departamentos y observó que el agua no penetraba ni por encima ni por debajo de la línea de flotación. Esta agua, despedida hacia popa por la inclinación del buque, provenía de las olas que entraban por la proa, y filtraba por las rendijas de la toldilla del puesto de la tripulación. No había que temer ningún peligro por aquel lado.
Briant tranquilizó a sus compañeros cuando volvió a pasar por el salón, y un poco menos inquieto, ocupó de nuevo su sitio en el timón. El schooner, sólidamente construido, forrado con buenas planchas de cobre, no podía hacer agua y estaba en estado de resistir el embate de las olas.
Sería como la una de la mañana. En aquel momento la noche era cada vez más oscura por el espesor de las nubes; la borrasca se desencadenaba con atronadora violencia, y el yate navegaba con sin igual velocidad, saludado por las gaviotas con gritos agudos que rasgaban los aires. La presencia de estas aves ¿era señal de que la tierra se hallaba cerca? No, porque se las encuentra a veces a varios centenares de leguas de la costa. Además, impotentes para luchar contra la corriente aérea, esos pájaros, que sienten placer en medio de las tormentas, la seguían como el schooner, al que ninguna fuerza humana hubiera podido detener.
Una hora más tarde lo que quedaba de la mesana acabó de desgarrarse, esparciéndose por el espacio.
-¡Ya no tenemos velas!, exclamó Doniphan, y es imposible colocar ninguna otra.
-¡Qué importa!- respondió Briant; no por eso navegaremos con menos velocidad.
-¡Vaya una contestación! replicó Doniphan: ¡si éste es tu modo de maniobrar!...
-¡Cuidado con las olas, que amenazan por la popa! Es necesario atarnos, si no queremos que nos arrastren, dijo Mokó.
Apenas había concluido el grumete de pronunciar estas palabras, cuando un gran golpe de agua cayó encima del puente. Briant, Doniphan y Gordon fueron despedidos contra la toldilla a la que se agarraron; pero el pobre Mokó había desaparecido en aquella masa líquida, que barrió toda la cubierta del Sloughi, arrastrando parte de la obra muerta, dos canoas, una chalupa, algunos otros objetos y la cubierta de la brújula. Sin embargo como parte de la obra muerta había sido levantada por el golpe, el agua, saliendo por allí, salvó el yate del peligro de zozobrar bajo el peso de aquella enorme carga.
-¡Mokó!... ¡Mokó! exclamó Briant, cuando pudo hablar.
-¿Se habrá caído al mar? preguntó Doniphan.
-No, pues no se lo ve... dijo Gordon, que registraba con la vista las aguas.
-Es preciso salvarlo... Echemos una cuerda por si acaso, respondió Briant.
-Y con una voz que retumbó con fuerza, gritó de nuevo:
-¡Mokó!... ¡Mokó!...
-¡Aquí!... ¡Aquí!... respondió el grumete.
-No está en el agua, de seguro, dijo Gordon: su voz se oye hacia la proa.
-¡Salvémosle! exclamó Briant.
Y púsose a andar a gatas, evitando el choque de las garruchas desprendidas de las maromas, procurando no escurrirse, a causa del vaivén, sobre aquel puente resbaladizo.
La voz del grumete se dejó oír otra vez, y luego todo quedó en silencio.
Después de muchos esfuerzos, Briant llegó a la toldilla de la tripulación.
Llamó.
No obtuvo respuesta.
¿Sería que el mar se había llevado a Mokó después de su último grito? En este caso el desgraciado niño debía estar ya muy lejos, hacia atrás, porque el viento no había podido empujarle con tanta velocidad como al schooner.
Si así era, estaba perdido sin remedio.
Mas no: un nuevo grito, si bien más débil, llegó hasta Briant, e hizo que éste se precipitase hacia el hueco del montante en que se empotraba el pie del bauprés. Allí, a tientas encontró un cuerpo quo se movía... Era el grumete, cogido en el ángulo que formaba el empavesado uniéndose en la proa.
Además, una driza que con sus esfuerzos apretaba cada vez más, le rodeaba la garganta, exponiéndose a morir estrangulado.
Viendo esto Briant, sacó su cuchillo y cortó, no sin mucho trabajo, la cuerda que molestaba al grumete.
Mokó fue llevado hacia la popa y cuando tuvo bastante fuerza para hablar, exclamó:
-¡Gracias, señor Briant, gracias!
Y volvió a colocarse en el timón, en donde los cuatro se amarraron para resistir a las enormes olas que amenazaban el Sloughi.
Al contrario de lo que había creído Briant, la velocidad del buque había disminuido algún tanto desde que había desaparecido la mesana, y esto constituía un nuevo peligro. En efecto; las olas, siendo más veloces que el yate, podían asaltarle por la popa y llenarle. ¿Qué más podían hacer? Era imposible aparejar la menor vela.
En el hemisferio austral, el mes de Marzo corresponde al mes de Septiembre en el boreal, y las noches tienen corta duración.
Eran ya las cuatro de la mañana; la luz del día no debía tardar en aparecer al Este, es decir, encima de aquella parte del Océano hacia la que la tempestad empujaba al yate. Puede ser que con la alborada la tormenta pierda en intensidad, o que se divise la tierra, y en ambos casos la suerte de esta tripulación de pequeñuelos se decida en algunos minutos.
A eso de las cuatro y media, alguna luz se dejó ver efectivamente; mas por desgracia, las nieblas limitaban el alcance de la vista a menos de un cuarto de milla. Las nubes corrían con una velocidad espantosa.
El huracán no había perdido nada de su fuerza, y el mar desaparecía bajo la espuma de las olas al romperse. El schooner, tan pronto levantado en la cima de una ola como hundido, al parecer, en el fondo del abismo, hubiera zozobrado veinte veces si el viento le hubiese cogido por los costados.
Los cuatro muchachos miraban atónitos aquel caos, comprendiendo que si los furiosos elementos no se calmaban pronto, su situación era desesperada, pues materialmente imposible parecía que el Sloughi resistiera aun veinticuatro horas la violencia de las olas, que indudablemente acabarían por desbaratarle.
Pero ¡oh alegría! en este mismo instante Mokó gritó:
-¡Tierra!... ¡Tierra!...
A través de la niebla el grumete creyó divisar al Este los contornos de una costa. ¿No se equivocaba? Nada más difícil de reconocer que esas vagas líneas que se confunden con tanta facilidad con pequeñas nubes.
-¿Tierra? preguntó Briant.
-Sí, replicó Mokó; tierra al Este.
E indicaba un punto del horizonte, si bien algo oculto por los vapores de la madrugada.
-¿Estás cierto de ello? preguntó Doniphan.
-¡Sí... sí... ciertísimo!... respondió el grumete. Si la niebla se despeja un poco, mirad bien allá... hacia la derecha del palo de mesana... ¡Mirad... mirad!...
La bruma, que empezaba a aclararse, remontándose a las zonas superiores, dejó que la vista se extendiera sobre el Océano en un espacio de varias millas delante del yate.
-¡Sí, es la tierra... la tierra!... exclamó Briant.
-¡Y una tierra muy baja! añadió Gordon, que acababa de observar con más atención el litoral.
Esta vez no había que dudarlo. Una tierra, continente o isla, se dibujaba a cinco o seis millas en una ancha parte del horizonte. Con la dirección que llevaba, y de la que la borrasca no le permitía apartarse, el Sloughi llegaría en menos de una hora; mas era de temer que se destrozara al llegar, sobre todo si las rompientes le detenían antes de abordar.
Pero los pobres muchachos no pensaban en eso; esa tierra que tan inopinadamente se ofrecía a su vista, les parecía de segura salvación.
En aquel momento, el viento se puso a soplar con más violencia; el Sloughi, llevado como un pluma, sé precipitó hacia la costa, que se dibujaba como un rasgo de tinta negra sobre el fondo blancuzco del ciclo. Avanzando algo el buque, pudo observarse que en segundo término se elevaba un acantilado, cuya altura no excedería de ciento cincuenta a doscientos pies, y, en primer término se extendía una playa amarillenta, cerrada a la derecha por masas redondeadas que parecían pertenecer a algunos bosques del interior.
¡Ah! Si el Sloughi pudiera alcanzar esa playa arenosa sin encontrar arrecifes; si la embocadura de algún río les ofreciese un refugio seguro, tal vez los infantiles pasajeros podrían llegar a tierra sanos y salvos.
Mientras que Doniphan, Gordon y Mokó se quedaban en el timón, Briant se fue a proa y miraba aquella tierra que se acercaba con mucha velocidad; pero buscaba en vano un sitio en que el yate pudiera abordar en condiciones favorables. No se veía ni una embocadura de río o de riachuelo, ni un banco de arena en el que se pudiera encallar sin peligro.
Delante de la playa se desarrollaba a la vista una fila de rocas cuyas cimas negruzcas salían del agua más o menos, según la ondulación de las olas, sacudidas sin cesar por la resaca. Allí, de seguro, al primer choque el Sloughi se haría pedazos.
Briant tuvo entonces el pensamiento de que más valía que todos sus compañeros estuvieran sobre el puente en el momento en que el buque encallara, y abriendo la puerta de la escotilla, gritó:
-¡Arriba todo el mundo!
En seguida el perro se lanzó fuera, seguido de unos diez niños que se arrastraron hacia popa. Los más pequeños, viendo las olas, gritaban asustados.
Un momento antes de las seis de la mañana el Sloughi llegó al lado de las rompientes.
-¡Agarraos, agarraos! exclamó Briant.
Y medio despojado de sus vestidos, se aprestó a socorrer a los que la resaca arrastrase, porque seguramente que el yate iba a romperse contra los arrecifes. Sintióse una violenta sacudida; de repente el Sloughi dio un golpe con la popa, y aunque su casco es resintió algo, el agua no penetró en él.
Levantado por una segunda ola, fue despedido a unos cincuenta pies hacia adelante sin tocar a las rocas, cuyas puntas sobresalían por todos lados.
Luego se inclinó a babor y quedó inmóvil en medio del hervor de las aguas.
Si no estaba ya en alta mar, le faltaba aun un cuarto de milla para llegar a la playa.

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