17 de febrero de 2012

Capítulo Vlll

Reconocimiento al Oeste del lago. -Bajando la orilla. -Vista de avestruces. -Un río que sale del lago. -Noche tranquila. -El contrafuerte del acantilado. -Un dique. -Restos de una canoa. -La inscripción. -La cueva.
La importante cuestión, de la que dependía la salvación de los jóvenes náufragos, quedaba aun por resolver, pues que aquel supuesto mar era un lago, no daba lugar a dudas.
Pero ¿no era posible que dicho lago perteneciera a una isla, y que, prolongando la expedición más allá, es encontraran tal vez con un verdadero mar, sin ningún medio de atravesarlo?
Aquel lago presentaba dimensiones considerables, puesto que un horizonte de cielo le encerraba en las tres cuartas partes de su perímetro; era, pues, admisible que estuviesen en un continente, y no en una isla.
-Entonces hemos naufragado en el continente americano, dijo Briant.
-Siempre lo he pensado así, respondió Doniphan, y creo que no me equivoco.
-De todas maneras resulta, repuso Briant, que era agua lo que yo vi al Este.
-Sí, mas no el mar.
Esta réplica, hecha con cierta satisfacción interior, demostraba en Doniphan más vanidad que corazón. Briant no insistió; además, en interés de todos era mejor que se hubiera equivocado, porque sobre un continente no estarían prisioneros como en una isla.
Hacíase necesario, sin embargo, esperar un tiempo más favorable para emprender un viaje al Este, porque las dificultades que habían encontrado en la corta expedición que acababan de verificar serían mucho mayores cuando se tratase de ir todos juntos.
Empezaba el mes de Abril, y sabido es que el invierno, en la zona austral, se presenta mucho más precoz que en la boreal. No podían ponerse en camino basta la primavera, y, sin embargo, la estancia en aquella bahía del Oeste, sin cesar castigada por los vientos del mar, no tenía nada de agradable, y se verían en la precisión de abandonar el buque antes de terminar el mes. Así es que, puesto que Gordon y Briant no habían podido encontrar ningún refugio en el basamento occidental el acantilado, era necesario ver si podían establecerse en mejores condiciones por el lado del lago. Esta nueva exploración se imponía, aunque ocasionase un retraso de un día o dos. Gordon experimentaría sin duda viva inquietud; pero Briant y Doniphan no titubearon, en atención a que tenían provisiones para cuarenta y ocho horas aun, y como nada anunciaba un cambio atmosférico decidiéronse a bajar hacia el Sur, costeando aquella inmensa laguna.
Otro motivo, además, les inducía a llevar más lejos sus indagaciones. Aquella parte del territorio había sido habitada, o a lo menos frecuentada por indígenas, como lo daban a entender la calzada del riachuelo y la cabaña, cuya construcción denotaba la presencia del hombre en una época más o manos reciente.
Tal vez otros indicios les darían a conocer que, si no indígenas, algún náufrago había vivido allí, como ellos, hasta llegar a alguna ciudad del continente, y esto bien merecía la pena de prolongar la exploración de aquella costa. La cuestión, pues, consistía en determinar si debían dirigirse hacia el Sur o el Norte; pero como yendo al Sur se aproximaban al Sloughi, resolvieron andar en aquella dirección.
A las ocho y media se pusieron en marcha por la llanura cubierta de dunas llenas de hierbas. Phann levantaba bandadas de perdices, que se refugiaban en los grupos de lentiscos o de helechos; mas no era prudente tirar, para no llamar la atención de alguna tribu de salvajes que visitara de vez en cuando el lago.
Siguiendo la orilla, tan pronto al pie de las dunas como del banco de arena, nuestros jóvenes pudieron andar unas diez millas durante el día, sin demasiada fatiga. Ninguna huella encontraron de indígenas, y si aquel territorio había estado habitado por alguien, no parecía serlo en la actualidad.
Tampoco vieron por allí fieras ni rumiantes de ninguna especie. Dos o tres veces por la tarde, algunos volátiles aparecieron en el límite del bosque pero fue imposible acercarse a ellos. Al  divisarlos, Service, exclamó:
-¡Son avestruces!
-Muy pequeños, respondió Doniphan.
-Si son avestruces, replicó Briant, y estamos en un continente...
-¿Lo dudas aún? replicó Doniphan con ironía.
-Debe ser el continente americano, en el que estos animales se encuentran en gran número, continuó Briant; eso es todo lo que yo quería decir.
A eso de las siete de la tarde hicieron alto, calculando que al día siguiente, como no surgiera algún obstáculo, llegarían a Sloughi-bay (bahía del Sloughi), nombra que dieron a aquella parte del litoral en donde se perdiera el schooner.
De todos modos, durante aquella noche les hubiera sido imposible ir más allá en dirección al Sur, pues por allí corría uno de aquellos ríos que salían del lago, y que tendrían que atravesar nadando, cosa que la densa oscuridad que reinaba no permitía hacer, así como tampoco estudiar la disposición del terreno en que se encontraban.
Briant y sus compañeros, después de cenar, no pensaron más que en el descanso, bajo la bóveda del cielo esta vez, pues no tenían choza para resguardarse.
Todo estaba tranquilo en el lago y en la playa. Los cuatro muchachos, acostados al pie de un haya, durmiéronse con tan profundo sueño, que el trueno más recio no los hubiera despertado; así es que ni ellos ni Phann oyeron unos ladridos bastante cercanos, que debían ser de chacales, ni aullidos más lejanos, que parecían ser de fieras. En aquellas comarcas, en donde los avestruces vivían en estado salvaje, era de temer encontrar jaguares o conguares, que son el tigre y el león de la América meridional.
La noche pasó sin incidente de ninguna clase; mas a las cuatro de la mañana, antes que el alba blanqueara el horizonte, el perro gruñó sordamente, oliendo el suelo como si quisiera buscar una pista. Eran cerca de las siete cuando Briant despertó a sus compañeros, acurrucados debajo de las mantas. En seguida se levantaron, mientras que Service comía un pedazo de galleta, los demás se pusieron a examinar el terreno más allá del río.
-En verdad, exclamó Wilcox, que hemos acertado anoche en no pasar al otro lado, pues que, según se ve, es un terreno pantanoso.
-En efecto, respondió Briant; es un pantano lo que se extiende al Sur, y tan grande, que no se alcanza a ver el fin.
-¡Mirad, exclamó Doniphan, cuántos patos, cercetas y chochas revolotean en su superficie! ¡Si pudiésemos instalarnos aquí para pasar el invierno, no nos faltaría caza!
-¿Y por qué no? dijo Briant, dirigiéndose hacia la orilla derecha.
Mas atrás de esta ribera se levantaban rocas muy altas, que terminaban en un contrafuerte de tal aspecto, que parecía cortado a pico, y cuyos enveses se unían casi en ángulo recto, uno hacia el lago y otro hacia el río. ¿Sería el mismo acantilado que rodeaba Sloughi-bay, prolongándose al Noroeste?
Esto no podía saberse sino después de un minucioso reconocimiento de aquella región.
En cuanto al río, su orilla derecha, con anchura de unos veinte pies, seguía la base de las rocas, y la izquierda era tan baja, que apenas se distinguía cortes, aguazales y barrancos de esa llanura pantanosa que se desarrollaba hasta perderse de vista al Sur. Para conocer la dirección de ese río sería preciso subir a las rocas, y Briant se prometía verificar aquella ascensión antes de volver a Sloughi-bay.
Se trataba, en primer lugar, de examinar el punto en que las aguas del lago se vertían en el lecho del río, que si bien no medía en el sitio en que ellos se encontraban sino cuarenta pies de latitud, debía ensanchar mucho más en su embocadura, así como también recibir quizá algún afluente, bien de los pantanos, o tal vez de la meseta superior.
-¡Venid aquí y mirad! exclamó Wilcox en el momento en que llegaba al pie del contrafuerte.
Lo que llamaba su atención era un amontonamiento de piedras formando dique, colocadas del mismo modo que las de la calzada del arroyo.
-¡Ya no cabe duda! dijo Briant.
-No, respondió Doniphan, enseñando restos de madera en el extremo del dique.
Esos restos habían pertenecido al casco de una embarcación, y se veía, entre otros pedazos, uno medio podrido y cubierto de musgo, del que pendía una argolla de hierro carcomida por la herrumbre, indicando bien a las claras, por su curva, que era parte de la roda.
-¡Una argolla! ¡Una argolla! exclamó Service.
Y todos inmóviles miraban en derredor, creyendo que iba a aparecer el hombre que se había servido de aquella canoa y levantado aquel dique. Pero ¡vana esperanza! Muchos años habían pasado desde que aquella embarcación había sido abandonada en la orilla del río. El hombre que se sirvió de ella había vuelto tal vez a su patria, o se había apagado su vida en aquella tierra, lejos de todo socorro.
Mas era de ver la emoción que hubo de apoderarse de nuestros jóvenes ante tales testimonios de una intervención humana, de la que no podían dudar; emoción que aumentó algún tanto cuando se fijaron en el singular modo de obrar del perro, que no parecía sino que había encontrado una pista, pues levantaba las orejas, agitaba con violencia el rabo y husmeaba el suelo, poniendo el hocico debajo de las hierbas.
-¡Mirad lo que hace Phann! dijo Service.
-¡Algo ha olfateado! respondió Doniphan, avanzando hacia el perro.
Este acababa de pararse, con una pata levantada y el cuello tendido, hasta que se lanzó hacia unos árboles agrupados al pie de las rocas próximas al lago.
Briant y sus compañeros lo siguieron, y algunosinstantes después se detenían ante una vieja haya, en cuya corteza estaban grabadas dos letras y una fecha, dispuestas de este modo:
F. B.
1807
Nuestros jóvenes expedicionarios se hubieran quedado mucho tiempo mudos e inmóviles ante aquella inscripción si Phann, volviendo sobre sus pasos, no hubiera desaparecido en el ángulo del contrafuerte.
-¡Aquí, Phann, aquí!... gritó Briant.
El perro no volvió, pero continuaban oyéndose sus ladridos precipitados.
-Atención, dijo Briant; no nos separemos, y estemos alerta, porque algo extraordinario sucede al perro.
Era preciso, en efecto, obrar con mucha circunspección, porque era posible que se hallase allí una tribu de esos indios feroces que infestan las pampas del Sur de América.
Los pobres náufragos del Sloughi, con las escopetas armadas, los revólvers en la mano y prontos a defenderse, echaron a andar, y dando vuelta al contrafuerte, se deslizaron por el ribazo del río. No bien anduvieron veinte pasos, cuando Doniphan se bajó para recoger un objeto que había en el suelo.
Era una azada, cuyo mango estaba medio podrido; una azada, fabricada en América o en Europa, y no por los salvajes de la Polinesia. Lo mismo que la argolla de la embarcación, estaba completamente oxidada, y no cabía duda de que hacía muchos años que se hallaba en aquel sitio.
Allí se veían también algunas señales de cultivo, surcos trazados con irregularidad y un cuadro de batatas, que la falta de labor había vuelto silvestres.
De repente un lúgubre aullido atravesó el espacio, y a poco Phann volvió, dominado por una agitación inexplicable. Daba vueltas, corría delante de sus amos, los miraba, los llamaba, y parecía que les quería decir: «seguidme.»
-¡Algo extraordinario sucede! dijo Briant, que procuraba tranquilizar al perro.
-Vamos adonde quiera llevarnos, respondió Doniphan, haciendo señas a Wilcox y a Service para que lo siguieran.
Diez pasos más allá, Phann se puso de pie ante un montón de maleza y de arbustos, cuyas ramas se enredaban en la base misma de las rocas.
Briant avanzó para ver si había oculto allí el cadáver de algún animal o tal vez de un hombre, descubierto por el perro; mas apartando las ramas, observó una estrecha abertura.
-¿Habrá aquí alguna cueva? exclamó echándose hacia atrás.
-Es probable, respondió Doniphan; pero ¿qué habrá ahí dentro?
-¡Ya lo sabremos! dijo Briant, quien con su hacha se puso a cortar las ramas que obstruían el orificio; y deteniéndose a escuchar, no oyó ningún ruido sospechoso.
Service trató de penetrar por el agujero, pero Briant le dijo:
-Veamos primero lo que hace Phann, que sin cesar lanza esos ladridos tan sordos y tan poco tranquilizadores que estamos oyendo.
Parecía natural que, si algún ser viviente hubiera estado escondido en aquella cueva, ya habría salido.
De todas maneras, era necesario saber a qué atenerse: Briant, en previsión de que el aire estuviera viciado, encendió un puñado de hierba seca y lo arrojó al interior; mas como al esparcirse por el suelo siguiesen ardiendo, fue prueba clara de que el aire era respirable.
-¿Entramos?... preguntó Wilcox.
-Sí, respondió Doniphan.
-Esperad un poco para que veamos, dijo Briant.
Y cortando una rama resinosa de uno de los pinos que crecían a orillas del río, la encendió, y seguido de sus compañeros, se deslizó por entre la maleza.
El orificio medía cinco pies de alto por dos de ancho; pero aparecía agrandado en seguida, presentando un ensanche de unos diez pies por veinte respectivamente, cuyo suelo estaba cubierto de arena muy fina y seca.
Al entrar, Wilcox tropezó con un taburete de madera, colocado al lado de una mesa, en la que se veía un cántaro de barro, anchas conchas que debieron servir de platos, un cuchillo, cuya hoja estaba enmohecida y mellada, dos o tres anzuelos y una taza de hoja de lata, vacía también, como el cántaro. Arrimado a la pared opuesta se veía un cofre hecho con tablas, toscamente preparadas y ajustadas, que encerraba vestidos hechos jirones. No había, pues, duda de que esta excavación había sido habitada. Pero ¿en qué época, y por quién? El ser humano que vivió allí, ¿yacía en algún rincón?... En el fondo había un miserable camastro, cubierto con una manta de lana hecha pedazos, y a la cabecera otra taza y un candelero de madera, que no conservaba ya más que un trozo de mecha carbonizada.
Nuestros muchachos se echaron hacia atrás, pensando que aquella manta ocultaba un cadáver; pero por fin Briant, más resuelto que los otros, y venciendo su repugnancia, la levantó.
No había nada.
Un instante después salieron vivamente impresionados, uniéndose a Phann, que no dejaba de aullar.
Bajaron entonces por el ribazo del río, y a unos cuantos pasos se detuvieron bruscamente: un sentimiento de horror les clavó en su sitio.
Allí, entre las raíces de un haya, yacían los restos de un esqueleto.
-Aquí, en este sitio, dijo Briant, vino a morir el desgraciado habitante de esa cueva, en donde vivió, sin duda, muchos años: ¡y ese silvestre abrigo, del que había hecho su morada, ni siquiera le sirvió de tumba!

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