Discusión. -Excursión proyectada y aplazada. - Mal tiempo. -La pesca.
-Las algas gigantes. -Costar y Dole a caballo sobre un corcel poco
veloz. -Los preparativos de marcha. -De rodillas ante la cruz del sur.
Aquella misma noche, después de la cena, Briant dio cuenta a sus
compañeros del resultado de la expedición, que se concretaba a esto: al
Este, más allá de la zona de los bosques, había visto una línea de agua,
dibujándose, de Norte a Sur. Que dicha línea de agua era el mar, no
había por qué dudarlo; así, pues, podían tener la seguridad de que no
era un continente, sino una isla, la tierra que les servía de refugio.
Por lo pronto, Gordon y los demás acogieron con viva emoción la nueva
que su compañero les daba. ¡Cómo! ¡Estaban en una isla careciendo de
todos los medios para salir de ella!
¿Había, por lo tanto, que renunciar a aquel proyecto que concibieran
de buscar al Este un camino que los guiase al continente? ¿Estaban
reducidos, sin más medio de salvación, a esperar el paso de algún buque
por aquellos parajes?
-Pero ¿no se habrá equivocado Briant en sus observaciones? preguntó
Doniphan.
-En efecto, añadió Cross; ¿no es posible que sean nubes, y no el mar,
lo que has visto?...
-No, respondió Briant: estoy cierto de no haberme equivocado. Lo que
he visto al Este, redondeándose al horizonte, es agua, verdadera agua.
-¿A qué distancia? preguntó Webb.
-A unas seis millas del cabo.
-¿Y más allá, añadió Webb, no hay montañas ni elevaciones de tierra?
-No; sólo el cielo...
Briant afirmaba con tanta seguridad, que no hubiera sido razonable
conservar la menor duda; pero, sin embargo, Doniphan, como de costumbre,
al discutir con Briant, se obstinó en su idea.
-Pues bien; repito que has podido equivocarte, y que mientras no lo
veamos por nosotros mismos...
-Eso es lo que haremos, respondió Gordon, porque es preciso que
sepamos a qué atenemos.
-Es menester que no perdamos momento, dijo Baxter, si queremos partir
antes de que llegue el mal tiempo, caso de que nos hallemos en un
continente.
-Mañana mismo emprenderemos una excursión que ha de durar algunos
días; es decir, si el tiempo continúa siendo bueno, porque arriesgarse a
través de los bosques del interior en malas condiciones, sería una
locura.
-Está convenido, Gordon, repuso Briant; y cuando lleguemos al litoral
opuesto de la isla...
-¡Si es una isla! exclamó Doniphan encogiéndose de hombros.
-Lo es, replicó Briant con un gesto de impaciencia. ¡No estoy
equivocado!... He visto bien claro el mar al Este; pero Doniphan, según
su costumbre, se complace en contradecirme.
-¡No eres infalible, que yo sepa, Briant!
-¡No lo soy, no! ¡Pero esta vez te convencerás de que no he cometido
ningún error! Yo mismo iré a reconocer aquel mar, y si Doniphan gusta de
acompañarme...
-¡Ya lo creo que iré!
-También nosotros, exclamaron tres o cuatro de los mayores.
-Bien está, repuso Gordon; ¡haya moderación, compañeros! ¡Si aun
somos niños, procuremos obrar como hombres! Nuestra situación es grave, y
una imprudencia pudiera agravarla aun. No debemos aventurarnos todos a
través de aquellos bosques. Los pequeños no pueden seguirnos, y tampoco
es conveniente dejarlos solos aquí. Que Doniphan y Briant hagan esta
excursión, acompañados de otros dos.
-Yo, dijo Wilcox.
-Y yo también, exclamó Service.
-Así sea, respondió Gordon. Cuatro bastan para ello, y si tardaseis
demasiado, algunos saldrán a vuestro encuentro, mientras que los demás
se quedarán en el schooner. No olvidéis que éste es nuestro campamento,
nuestra casa, nuestro home, que no debemos abandonar sino cuando
tengamos la certeza de que nos hallamos en un continente.
-¡Estamos en una isla! respondió Briant. Lo afirmo por última vez.
-¡Ya lo veremos! replicó Doniphan.
Los acertados consejos de Gordon pusieron fin al desacuerdo de
aquellos niños, y el mismo Briant, conociendo la necesidad de comprobar
lo que había visto, convino en que no existía otro medio que el de
atravesar los bosques del centro para llegar al litoral opuesto. Por
otro lado, admitiendo que el mar se extendiera al Este, ¿no podía haber
en aquella dirección otras islas, separadas sólo por un canal fácil de
atravesar? Y si estas islas formaban parte de algún archipiélago; si
algunas montañas se encontrasen en ellas, ¿no era útil cerciorarse de
todo esto antes de tomar una determinación, pues es trataba de la
salvación de todos? En lo que no cabía duda alguna era en que al Oeste
no existía tierra alguna desde aquella parte del Pacífico hasta Nueva
Zelandia; razón por la cual nuestros jóvenes náufragos no podían
encontrar ningún país habitado sino buscándolo hacia el lado por donde
sale el sol.
Gordon acababa de decirlo; esta exploración no podía hacerse con mal
tiempo; era preciso, además, raciocinar y obrar, no como niños, sino
como hombres. En las circunstancias en que se encontraban, ante las
eventualidades amenazadoras del porvenir, si la inteligencia de esos
muchachos no se desarrollaba prematuramente, si la ligereza o la
inconstancia propias de su edad sembraba la desunión entre ellos,
comprometerían por completo una situación de suyo bastante grave. Estos
motivos eran los que impulsaban a Gordon a mantener a todo trance la paz
entre sus compañeros.
Pero por más prisa que, ya convenidos, tuvieran para emprender la
marcha Briant y Doniphan, un cambio brusco que sufrió el tiempo les
obligó a aplazar el viaje. Una lluvia muy fría caía a intervalos, y el
barómetro bajaba, indicando borrascas, de las que no se podía prever la
duración. Hubiera sido, pues, una temeridad aventurarse en tan malas
condiciones.
Todos, menos los pequeños, deseaban en verdad salir de dudas; pero
aun cuando tuviesen la certidumbre de hallarse en un continente, ¿podían
acaso pensar en lanzarse a la ventura en medio de un país desconocido,
cuando iba a empezar la estación invernal? Y si tuviesen que recorrer
algunos centenares de millas, ¿podrían soportar la fatiga que resultaría
de ese viaje? El más vigoroso de todos, ¿tendría fuerzas suficientes
para llevarlo a cabo? ¡No! Esa expedición debía dejarse para la época en
que los días son más largos, y en los que no hay que temer ni los ríos
ni las lluvias del invierno. Era necesario, por lo tanto, resignarse a
permanecer durante la mala estación en el Sloughi.
Gordon, que por su parte procuraba indagar también en qué punto del
Océano habían naufragado, estudiaba en el atlas de Stieler, que contenía
un mapa del Pacífico, y no encontraba, desde Auckland hasta la costa
americana, hacia el Norte, más allá del grupo de islas de Pomotou, otra
isla que la de Pascua y la de Juan Fernández, en la que Selkirck, un
verdadero Robinsón, pasó parte de su existencia. Al Sur, ni una tierra
hasta los espacios sin límites del Océano Antártico. Si miraba al Este,
el mapa no señalaba más que el Archipiélago de las islas Chiloë, o Madre
de Dios, sembradas en las costas de Chile, y más abajo las del Estrecho
de Magallanes y de la Tierra de Fuego, contra las que vienen a
estrellarse las olas de los terribles mares del cabo de Hornos.
Si el schooner había naufragado en alguna de aquellas islas desiertas
que confinan con las Pampas, tendrían que andar muchos centenares de
millas para llegar a las provincias habitadas de Chile, de la Plata o de
la República Argentina. ¿Qué socorros podían esperar en medio de
aquellas inmensas soledades, en donde peligros de toda clase amenazan al
viajero?
Ante tales eventualidades, era preciso obrar con extremada prudencia y
no exponerse a perecer miserablemente.
Esto era lo que pensaba Gordon; Briant y Baxter participaban de su
modo de ver, y era de esperar que Doniphan y los suyos concluyeran por
adherirse también a una determinación provechosa para todos.
El proyecto de la excursión subsistía siempre; pero por entonces fue
de todo punto imposible ponerlo en práctica, pues el tiempo se hizo
insoportable por las lluvias continuas y las borrascas que se
desencadenaban con extremada violencia.
Mientras tanto, Gordon y sus compañeros quedaron confinados a bordo,
mas no permanecieron ociosos. Aparte de los cuidados que exigía el
material, tenían que reparar muchas veces las averías ocasionadas por la
intemperie, pues la cubierta empezaba a abrirse, dejando filtrar el
agua por las junturas, y era preciso calafatear, o sea tapar con estopas
las grietas para evitarlo provisionalmente.
Lo que más urgía era buscar un abrigo más seguro, porque ciertamente
el Sloughi no duraría mucho tiempo, y si se viesen precisados a
abandonarlo en medio del invierno, ¿en dónde encontrarían un refugio,
puesto que el lado del acantilado, expuesto al Oeste, no ofrecía ninguna
hendidura que pudiera utilizarse? Era necesario, por lo tanto, buscar
en la parte opuesta, al abrigo de los vientos del mar, y edificar, si
preciso fuera, una vivienda bastante grande para aquella sociedad en
miniatura.
En el ínterin debían hacerse las reparaciones más necesarias para
tapar, no sólo las vías de agua, sino también las de aire abiertas en el
casco. Gordon, convencido de que el calafateo no era suficiente, tuvo
la idea de cubrir las paredes del buque con las velas; pero sentía
destrozar aquella lona, que podía servir más tarde para establecer
tiendas de campaña.
El cargamento, dividido en paquetes, inscritos en la cartera del
americano con su número de orden, podía, en un caso dado, ser
transportado con rapidez al abrigo de los árboles.
Cuando el tiempo les concedía algunas horas de calma, Doniphan, Webb y
Wilcox iban a cazar palomas, que Mokó procuraba condimentar de diversos
modos, con más o menos éxito.
Garnett, Service, Cross, los pequeños, y algunas veces Santiago,
cuando su hermano lo exigía, se ocupaban en pescar. La bahía, llena de
algas, enganchadas en los primeros arrecifes, abundaba en peces del
género notothenia, así como en grandes merluzas. Entre los hilos de
aquellas gigantescas algas, llamadas kelps, que miden a veces
cuatrocientos pies de largo, hormigueaba un número prodigioso de
pececitos, que se podían coger hasta con la mano.
Eran de oír las exclamaciones de aquellos pescadores cuando sacaban
las redes o las cañas a la orilla.
-¡Los tengo magníficos! exclamaba Jenkins. ¡Oh qué grandes son!
-¡Los míos son mayores! gritaba Iverson, llamando a Dole para que lo
ayudase.
-¡Ay! ¡Qué se van a escapar! decía Costar.
-Tirad, tirad, repetían Garnett o Service yendo de unos a otros; y,
sobre todo, levantad pronto las redes.
-¡Pero yo no puedo!... repetía Costar, cuya carga le arrastraba a
pesar cuyo.
Y todos, reuniendo sus esfuerzos, llegaban por fin a llevar las redes
hasta la arena, no sin perder algunos peces, a quienes feroces
lampreas, recorriendo aquellas aguas, devoraban entre las mallas de las
redes. Pero los que quedaban bastaban para las necesidades de la masa de
los niños. La merluza daba una carne excelente, bien sea la comiesen
fresca o conservada.
El 27 de Marzo, una importante captura dio lugar a un incidente asaz
cómico.
Por la tarde, habiendo cesado de llover, los pequeños se dirigieron
al río con sus útiles de pesca. Grandes gritos se dejaron oír algún
tiempo después, y aun cuando eran en verdad exclamaciones de alegría,
notábase, no obstante, que llamaban a los demás en demanda de socorro.
Gordon, Briant, Service y Mokó, ocupados a bordo del schooner, dejaron
su trabajo, y lanzándose en dirección de los gritos, recorrieron en un
momento los quinientos o seiscientos pasos que los separaban del río.
-¡Llegad... llegad! gritaba Jenkins.
-¡Venid a ver a Costar y su corcel! exclamaba Iverson.
-¡Más aprisa, Briant, más aprisa, si no, se nos va a escapar! repetía
con impaciencia Jenkins.
-¡Basta!... ¡Basta!... ¡Bajadme!... ¡Tengo miedo! gritaba Costar
haciendo gestos de desesperación.
-¡Arre!... ¡Arre!... gritaba Dole, que de un salto se había colocado a
la grupa de aquella enorme masa puesta en movimiento.
Esa masa era una de esas grandes tortugas que se encuentran algunas
veces dormidas en la superficie del mar. Sorprendida en la playa por
nuestros infantiles viajeros la que montaba Costar, procuraba volver a
su natural elemento. Después de haberle pasado una cuerda alrededor del
cuello, que tenía fuera de la concha, los niños procuraban en vano
detener al vigoroso crustáceo. Este continuaba andando, y si bien no lo
hacía muy de prisa, tiraba con bastante fuerza, arrastrándoles a todos.
Entonces el travieso Jenkins subió a Costar en la tortuga, y Dole,
colocado detrás, sostenía al niño, que no casaba de gritar por el miedo
que tenía, pues el anfibio se acercaba cada vez más al mar.
-¡Sostente!... ¡Sostente, Costar! dijo Gordon.
-¡Y ten cuidado no se desboque el caballo! exclamó Service.
Briant no pudo detener la risa, pues no había peligro alguno, en
atención a que desde el momento en que Dole soltase al niño, éste no
tenía más que dejarse caer, sin otro percance que el miedo.
Era urgente apoderarse del animal, y aunque Briant y los demás
hubieran unido sus fuerzas a los pequeños evidentemente no llegarían a
detener la tortuga: hacíase preciso, pues capturarla antes de que
llegase al agua, porque esto conseguido, estaría en completa seguridad.
-Los revólvers de que Gordon y Briant se habían provisto al salir del
schooner, no les servían para nada, toda vez que la concha de ese
anfibio resiste las balas, y si se le acometía a hachazos, escondería la
cabeza y las patas, poniéndolas fuera de todo peligro.
-No hay más que un medio para apoderarnos de ella, y es ponerla boca
abajo, dijo Briant.
-¿Y cómo puede ser eso? preguntó Service; este animal pesa por lo
menos trescientas libras, y jamás podremos conseguir tu deseo.
-¡Cuerdas!... ¡Cuerdas!... ¡pronto!... dijo Briant.
Y seguido de Mokó, corrieron a escape hacia el
Sloughi.
En aquel momento la tortuga no estaba más que a unos treinta pasos
del mar, y apresurándose Gordon a bajar a Costar y a Dole de encima de
la concha, cogieron todos la soga con que estaba atada y tiraron con
fuerza, sin llegar a detener al animal, que hubiera podido sólo remolcar
el colegio entero de Chairmán.
Felizmente, Briant y Mokó llegaron antes de que alcanzara el agua, y
consiguiendo pasar dos cuerdas por debajo de la tortuga, pudieron, no
sin grandes esfuerzos, volverla patas arriba, con lo cual se hicieron
dueños de ella; y antes de que escondiera la cabeza, Briant le dio tan
buen hachazo, que, separada aquélla del tronco, quedó muerta en el acto.
-Y bien, Costar: ¿tienes miedo aun de ese animal? - Preguntó al niño.
-¡No, no, puesto que está muerto!
-¡Bueno!... exclamó Service; ¡apuesto a que no te atreverás a
comerla!
-¿Se come eso?
-¡Ya lo creo!
-Pues sí, comeré, si es bueno, replicó Costar relamiéndose ya.
-Os respondo de quo es un bocado exquisito, respondió Mokó; y
seguramente no se equivocaba al decir esto de la carne de tortuga.
Como no podían llevarla entera, tuvieron que despedazarla allí mismo,
operación bastante repugnante; pero los jóvenes náufragos empezaban ya a
acostumbrarse a las necesidades, muchas veces desagradables, de aquella
vida de Robinsones. Lo más difícil fue romper la concha, cuya dureza
hubiese mellado el hacha; pero lo hicieron introduciendo un cortafríos
en los intersticios, y una vez abierta, cortaron la carne en varios
pedazos, llevando cada uno un trozo al Sloughi. Aquel día todos se
convencieron de que el caldo de tortuga era excelente, y que la carne
puesta en las parrillas era muy delicada, por más que Service la hubiese
dejado quemar en algunos sitios.
Phann dio a conocer también que los restos del anfibio eran buenos para
la raza canina.
Esta tortuga les dio por lo menos ciento cincuenta libras de carne,
buena cantidad que les permitía economizar las conservas.
El mes de Marzo acabó con mal tiempo.
Durante las tres semanas que pasaron desde el naufragio del Sloughi,
cada cual trabajó lo mejor que pudo; pero a la fecha quedaba por
resolver definitivamente la importante cuestión de si la tierra en que
estaban era continente o isla, y esto era necesario averiguarlo cuanto
antes.
El primero de Abril el tiempo dio muestras de que no tardaría en
mejorar. El barómetro subía con lentitud, y el viento venía de tierra;
señales todas que anunciaban próxima calma, tal vez de larga duración;
así, pues, las circunstancias se presentaban favorables para una
exploración al interior.
Los mayores hablaron de ello aquel día, y después de alguna discusión
se convino en reparar lo necesario para aquella expedición, tantas
veces debatida.
-Supongo, dijo Doniphan, que nada nos impedirá partir mañana
temprano.
-Así lo espero, respondió Briant; es preciso que estemos prontos para
salir a primera.
-Creo, dijo Gordon, que esa línea de agua que has visto al Este, se
encuentra a seis o siete millas del promontorio...
-Sí, contestó Briant; pero como la bahía está bastante profunda, es
posible que la distancia sea menor desde nuestro campamento.
-Entonces, repuso Gordon, vuestra ausencia no podrá durar más que
veinticuatro horas.
-Tendrías razón, si tuviésemos la seguridad de dirigirnos en línea
recta al Este. Pero ¿encontraremos algún sendero para atravesar los
bosques cuando hayamos dado la vuelta al acantilado?
-¡Oh, no será esa la dificultad que nos detenga! observó Doniphan.
-Sea, respondió Briant; pero otros obstáculos pueden cerrarnos el
camino; un río, un pantano... ¡qué sé yo! Me parece prudente que nos
proveamos de víveres para un viaje de algunos días...
-Y de municiones, añadió Webb.
-No hay que hablar de eso, repuso Briant; pero convengamos en una
cosa, Gordon, y es en que, aun cuando no estuviésemos de vuelta a las
cuarenta y ocho horas, no debes tener inquietud y has de procurar que
los pequeños no se alarmen por nuestra ausencia.
-No estaré tranquilo desde el momento en que partáis; pero esa no es
la cuestión. Puesto que este viaje explorativo se cree necesario,
hacedlo en buen hora. Os recomiendo que no os limitéis al examen de
aquel mar del Este; es preciso también reconocer el otro lado del
acantilado. No hemos encontrado aquí ninguna cueva, y como algún día,
por desgracia, nos veremos obligados a abandonar este barco, será
preciso establecer nuestro campamento en un punto que esté al abrigo de
los vientos de mar. Pasar el invierno en esta playa me parece imposible y
por otra parte...
-Tienes razón, respondió Briant; buscaremos un sitio conveniente en
donde podamos instalarnos.
-Como no sea que veamos la posibilidad de dejar definitivamente esta
supuesta isla, dijo Doniphan volviendo a su idea fija, tenaz siempre.
-Se comprende, aunque la estación no es propicia para ello, respondió
Gordon. En fin, obraremos del modo que más convenga. Mañana, pues,
partiréis.
Los preparativos no tardaron en acabarse. Víveres para cuatro días,
dispuestos en saquitos que llevarían a la espalda; cuatro escopetas,
cuatro revólveres, dos hachas pequeñas, una brújula de bolsillo, un
anteojo de bastante potencia para examinar el territorio en un radio de
tres o cuatro millas, mantas de viaje, y luego mechas de yesca,
eslabones y cerillas, que completaban lo necesario para una expedición
corta, pero no exenta de peligros. Era preciso también, y lo recomendó
mucho Gordon, que los intrépidos expedicionarios Briant, Doniphan, con
Service y Wilcox que los acompañaban, estuviesen siempre alerta y no
avanzaran sin precaución ni se separaran jamás.
El americano pensaba que su presencia hubiera sido útil entre Briant y
Doniphan, pero no se atrevía a abandonar el Sloughi,
con el fin de velar por los pequeños; mas hablando a solas con Briant,
le hizo prometer que evitaría todo motivo de discusión o querella.
Los pronósticos del barómetro se habían realizado. A la caída de la
tarde, las últimas nubes desaparecieron al Occidente, dejando el cielo
de un azul purísimo. Las magníficas constelaciones del hemisferio
austral brillaban en el firmamento, y entre ellas se destacaba aquella
espléndida Cruz del Sur que luce en el polo antártico.
En la víspera de una separación cuyas consecuencias no podían prever,
Gordon y sus compañeros sentían que sus corazones latían con más
fuerza, y mientras sus miradas se dirigían al cielo, pensaban en sus
padres y en su país, que tal vez no volverían a ver más.
Entonces los pequeños se arrodillaron ante aquella Cruz del Sur, como
lo hubiesen hecho al pie del crucifijo de una capilla, y rogaron al
Criador de aquellas celestes maravillas les concediese esperanza en su
divina bondad.
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