14 de febrero de 2012

Capítulo Vl

Discusión. -Excursión proyectada y aplazada. - Mal tiempo. -La pesca. -Las algas gigantes. -Costar y Dole a caballo sobre un corcel poco veloz. -Los preparativos de marcha. -De rodillas ante la cruz del sur.
Aquella misma noche, después de la cena, Briant dio cuenta a sus compañeros del resultado de la expedición, que se concretaba a esto: al Este, más allá de la zona de los bosques, había visto una línea de agua, dibujándose, de Norte a Sur. Que dicha línea de agua era el mar, no había por qué dudarlo; así, pues, podían tener la seguridad de que no era un continente, sino una isla, la tierra que les servía de refugio.
Por lo pronto, Gordon y los demás acogieron con viva emoción la nueva que su compañero les daba. ¡Cómo! ¡Estaban en una isla careciendo de todos los medios para salir de ella!
¿Había, por lo tanto, que renunciar a aquel proyecto que concibieran de buscar al Este un camino que los guiase al continente? ¿Estaban reducidos, sin más medio de salvación, a esperar el paso de algún buque por aquellos parajes?
-Pero ¿no se habrá equivocado Briant en sus observaciones? preguntó Doniphan.
-En efecto, añadió Cross; ¿no es posible que sean nubes, y no el mar, lo que has visto?...
-No, respondió Briant: estoy cierto de no haberme equivocado. Lo que he visto al Este, redondeándose al horizonte, es agua, verdadera agua.
-¿A qué distancia? preguntó Webb.
-A unas seis millas del cabo.
-¿Y más allá, añadió Webb, no hay montañas ni elevaciones de tierra?
-No; sólo el cielo...
Briant afirmaba con tanta seguridad, que no hubiera sido razonable conservar la menor duda; pero, sin embargo, Doniphan, como de costumbre, al discutir con Briant, se obstinó en su idea.
-Pues bien; repito que has podido equivocarte, y que mientras no lo veamos por nosotros mismos...
-Eso es lo que haremos, respondió Gordon, porque es preciso que sepamos a qué atenemos.
-Es menester que no perdamos momento, dijo Baxter, si queremos partir antes de que llegue el mal tiempo, caso de que nos hallemos en un continente.
-Mañana mismo emprenderemos una excursión que ha de durar algunos días; es decir, si el tiempo continúa siendo bueno, porque arriesgarse a través de los bosques del interior en malas condiciones, sería una locura.
-Está convenido, Gordon, repuso Briant; y cuando lleguemos al litoral opuesto de la isla...
-¡Si es una isla! exclamó Doniphan encogiéndose de hombros.
-Lo es, replicó Briant con un gesto de impaciencia. ¡No estoy equivocado!... He visto bien claro el mar al Este; pero Doniphan, según su costumbre, se complace en contradecirme.
-¡No eres infalible, que yo sepa, Briant!
-¡No lo soy, no! ¡Pero esta vez te convencerás de que no he cometido ningún error! Yo mismo iré a reconocer aquel mar, y si Doniphan gusta de acompañarme...
-¡Ya lo creo que iré!
-También nosotros, exclamaron tres o cuatro de los mayores.
-Bien está, repuso Gordon; ¡haya moderación, compañeros! ¡Si aun somos niños, procuremos obrar como hombres! Nuestra situación es grave, y una imprudencia pudiera agravarla aun. No debemos aventurarnos todos a través de aquellos bosques. Los pequeños no pueden seguirnos, y tampoco es conveniente dejarlos solos aquí. Que Doniphan y Briant hagan esta excursión, acompañados de otros dos.
-Yo, dijo Wilcox.
-Y yo también, exclamó Service.
-Así sea, respondió Gordon. Cuatro bastan para ello, y si tardaseis demasiado, algunos saldrán a vuestro encuentro, mientras que los demás se quedarán en el schooner. No olvidéis que éste es nuestro campamento, nuestra casa, nuestro home, que no debemos abandonar sino cuando tengamos la certeza de que nos hallamos en un continente.
-¡Estamos en una isla! respondió Briant. Lo afirmo por última vez.
-¡Ya lo veremos! replicó Doniphan.
Los acertados consejos de Gordon pusieron fin al desacuerdo de aquellos niños, y el mismo Briant, conociendo la necesidad de comprobar lo que había visto, convino en que no existía otro medio que el de atravesar los bosques del centro para llegar al litoral opuesto. Por otro lado, admitiendo que el mar se extendiera al Este, ¿no podía haber en aquella dirección otras islas, separadas sólo por un canal fácil de atravesar? Y si estas islas formaban parte de algún archipiélago; si algunas montañas se encontrasen en ellas, ¿no era útil cerciorarse de todo esto antes de tomar una determinación, pues es trataba de la salvación de todos? En lo que no cabía duda alguna era en que al Oeste no existía tierra alguna desde aquella parte del Pacífico hasta Nueva Zelandia; razón por la cual nuestros jóvenes náufragos no podían encontrar ningún país habitado sino buscándolo hacia el lado por donde sale el sol.
Gordon acababa de decirlo; esta exploración no podía hacerse con mal tiempo; era preciso, además, raciocinar y obrar, no como niños, sino como hombres. En las circunstancias en que se encontraban, ante las eventualidades amenazadoras del porvenir, si la inteligencia de esos muchachos no se desarrollaba prematuramente, si la ligereza o la inconstancia propias de su edad sembraba la desunión entre ellos, comprometerían por completo una situación de suyo bastante grave. Estos motivos eran los que impulsaban a Gordon a mantener a todo trance la paz entre sus compañeros.
Pero por más prisa que, ya convenidos, tuvieran para emprender la marcha Briant y Doniphan, un cambio brusco que sufrió el tiempo les obligó a aplazar el viaje. Una lluvia muy fría caía a intervalos, y el barómetro bajaba, indicando borrascas, de las que no se podía prever la duración. Hubiera sido, pues, una temeridad aventurarse en tan malas condiciones.
Todos, menos los pequeños, deseaban en verdad salir de dudas; pero aun cuando tuviesen la certidumbre de hallarse en un continente, ¿podían acaso pensar en lanzarse a la ventura en medio de un país desconocido, cuando iba a empezar la estación invernal? Y si tuviesen que recorrer algunos centenares de millas, ¿podrían soportar la fatiga que resultaría de ese viaje? El más vigoroso de todos, ¿tendría fuerzas suficientes para llevarlo a cabo? ¡No! Esa expedición debía dejarse para la época en que los días son más largos, y en los que no hay que temer ni los ríos ni las lluvias del invierno. Era necesario, por lo tanto, resignarse a permanecer durante la mala estación en el Sloughi.
Gordon, que por su parte procuraba indagar también en qué punto del Océano habían naufragado, estudiaba en el atlas de Stieler, que contenía un mapa del Pacífico, y no encontraba, desde Auckland hasta la costa americana, hacia el Norte, más allá del grupo de islas de Pomotou, otra isla que la de Pascua y la de Juan Fernández, en la que Selkirck, un verdadero Robinsón, pasó parte de su existencia. Al Sur, ni una tierra hasta los espacios sin límites del Océano Antártico. Si miraba al Este, el mapa no señalaba más que el Archipiélago de las islas Chiloë, o Madre de Dios, sembradas en las costas de Chile, y más abajo las del Estrecho de Magallanes y de la Tierra de Fuego, contra las que vienen a estrellarse las olas de los terribles mares del cabo de Hornos.
Si el schooner había naufragado en alguna de aquellas islas desiertas que confinan con las Pampas, tendrían que andar muchos centenares de millas para llegar a las provincias habitadas de Chile, de la Plata o de la República Argentina. ¿Qué socorros podían esperar en medio de aquellas inmensas soledades, en donde peligros de toda clase amenazan al viajero?
Ante tales eventualidades, era preciso obrar con extremada prudencia y no exponerse a perecer miserablemente.
Esto era lo que pensaba Gordon; Briant y Baxter participaban de su modo de ver, y era de esperar que Doniphan y los suyos concluyeran por adherirse también a una determinación provechosa para todos.
El proyecto de la excursión subsistía siempre; pero por entonces fue de todo punto imposible ponerlo en práctica, pues el tiempo se hizo insoportable por las lluvias continuas y las borrascas que se desencadenaban con extremada violencia.
Mientras tanto, Gordon y sus compañeros quedaron confinados a bordo, mas no permanecieron ociosos. Aparte de los cuidados que exigía el material, tenían que reparar muchas veces las averías ocasionadas por la intemperie, pues la cubierta empezaba a abrirse, dejando filtrar el agua por las junturas, y era preciso calafatear, o sea tapar con estopas las grietas para evitarlo provisionalmente.
Lo que más urgía era buscar un abrigo más seguro, porque ciertamente el Sloughi no duraría mucho tiempo, y si se viesen precisados a abandonarlo en medio del invierno, ¿en dónde encontrarían un refugio, puesto que el lado del acantilado, expuesto al Oeste, no ofrecía ninguna hendidura que pudiera utilizarse? Era necesario, por lo tanto, buscar en la parte opuesta, al abrigo de los vientos del mar, y edificar, si preciso fuera, una vivienda bastante grande para aquella sociedad en miniatura.
En el ínterin debían hacerse las reparaciones más necesarias para tapar, no sólo las vías de agua, sino también las de aire abiertas en el casco. Gordon, convencido de que el calafateo no era suficiente, tuvo la idea de cubrir las paredes del buque con las velas; pero sentía destrozar aquella lona, que podía servir más tarde para establecer tiendas de campaña.
El cargamento, dividido en paquetes, inscritos en la cartera del americano con su número de orden, podía, en un caso dado, ser transportado con rapidez al abrigo de los árboles.
Cuando el tiempo les concedía algunas horas de calma, Doniphan, Webb y Wilcox iban a cazar palomas, que Mokó procuraba condimentar de diversos modos, con más o menos éxito.
Garnett, Service, Cross, los pequeños, y algunas veces Santiago, cuando su hermano lo exigía, se ocupaban en pescar. La bahía, llena de algas, enganchadas en los primeros arrecifes, abundaba en peces del género notothenia, así como en grandes merluzas. Entre los hilos de aquellas gigantescas algas, llamadas kelps, que miden a veces cuatrocientos pies de largo, hormigueaba un número prodigioso de pececitos, que se podían coger hasta con la mano.
Eran de oír las exclamaciones de aquellos pescadores cuando sacaban las redes o las cañas a la orilla.
-¡Los tengo magníficos! exclamaba Jenkins. ¡Oh qué grandes son!
-¡Los míos son mayores! gritaba Iverson, llamando a Dole para que lo ayudase.
-¡Ay! ¡Qué se van a escapar! decía Costar.
-Tirad, tirad, repetían Garnett o Service yendo de unos a otros; y, sobre todo, levantad pronto las redes.
-¡Pero yo no puedo!... repetía Costar, cuya carga le arrastraba a pesar cuyo.
Y todos, reuniendo sus esfuerzos, llegaban por fin a llevar las redes hasta la arena, no sin perder algunos peces, a quienes feroces lampreas, recorriendo aquellas aguas, devoraban entre las mallas de las redes. Pero los que quedaban bastaban para las necesidades de la masa de los niños. La merluza daba una carne excelente, bien sea la comiesen fresca o conservada.
El 27 de Marzo, una importante captura dio lugar a un incidente asaz cómico.
Por la tarde, habiendo cesado de llover, los pequeños se dirigieron al río con sus útiles de pesca. Grandes gritos se dejaron oír algún tiempo después, y aun cuando eran en verdad exclamaciones de alegría, notábase, no obstante, que llamaban a los demás en demanda de socorro. Gordon, Briant, Service y Mokó, ocupados a bordo del schooner, dejaron su trabajo, y lanzándose en dirección de los gritos, recorrieron en un momento los quinientos o seiscientos pasos que los separaban del río.
-¡Llegad... llegad! gritaba Jenkins.
-¡Venid a ver a Costar y su corcel! exclamaba Iverson.
-¡Más aprisa, Briant, más aprisa, si no, se nos va a escapar! repetía con impaciencia Jenkins.
-¡Basta!... ¡Basta!... ¡Bajadme!... ¡Tengo miedo! gritaba Costar haciendo gestos de desesperación.
-¡Arre!... ¡Arre!... gritaba Dole, que de un salto se había colocado a la grupa de aquella enorme masa puesta en movimiento.
Esa masa era una de esas grandes tortugas que se encuentran algunas veces dormidas en la superficie del mar. Sorprendida en la playa por nuestros infantiles viajeros la que montaba Costar, procuraba volver a su natural elemento. Después de haberle pasado una cuerda alrededor del cuello, que tenía fuera de la concha, los niños procuraban en vano detener al vigoroso crustáceo. Este continuaba andando, y si bien no lo hacía muy de prisa, tiraba con bastante fuerza, arrastrándoles a todos. Entonces el travieso Jenkins subió a Costar en la tortuga, y Dole, colocado detrás, sostenía al niño, que no casaba de gritar por el miedo que tenía, pues el anfibio se acercaba cada vez más al mar.
-¡Sostente!... ¡Sostente, Costar! dijo Gordon.
-¡Y ten cuidado no se desboque el caballo! exclamó Service.
Briant no pudo detener la risa, pues no había peligro alguno, en atención a que desde el momento en que Dole soltase al niño, éste no tenía más que dejarse caer, sin otro percance que el miedo.
Era urgente apoderarse del animal, y aunque Briant y los demás hubieran unido sus fuerzas a los pequeños evidentemente no llegarían a detener la tortuga: hacíase preciso, pues capturarla antes de que llegase al agua, porque esto conseguido, estaría en completa seguridad.
-Los revólvers de que Gordon y Briant se habían provisto al salir del schooner, no les servían para nada, toda vez que la concha de ese anfibio resiste las balas, y si se le acometía a hachazos, escondería la cabeza y las patas, poniéndolas fuera de todo peligro.
-No hay más que un medio para apoderarnos de ella, y es ponerla boca abajo, dijo Briant.
-¿Y cómo puede ser eso? preguntó Service; este animal pesa por lo menos trescientas libras, y jamás podremos conseguir tu deseo.
-¡Cuerdas!... ¡Cuerdas!... ¡pronto!... dijo Briant.
Y seguido de Mokó, corrieron a escape hacia el Sloughi.
En aquel momento la tortuga no estaba más que a unos treinta pasos del mar, y apresurándose Gordon a bajar a Costar y a Dole de encima de la concha, cogieron todos la soga con que estaba atada y tiraron con fuerza, sin llegar a detener al animal, que hubiera podido sólo remolcar el colegio entero de Chairmán.
Felizmente, Briant y Mokó llegaron antes de que alcanzara el agua, y consiguiendo pasar dos cuerdas por debajo de la tortuga, pudieron, no sin grandes esfuerzos, volverla patas arriba, con lo cual se hicieron dueños de ella; y antes de que escondiera la cabeza, Briant le dio tan buen hachazo, que, separada aquélla del tronco, quedó muerta en el acto.
-Y bien, Costar: ¿tienes miedo aun de ese animal? - Preguntó al niño.
-¡No, no, puesto que está muerto!
-¡Bueno!... exclamó Service; ¡apuesto a que no te atreverás a comerla!
-¿Se come eso?
-¡Ya lo creo!
-Pues sí, comeré, si es bueno, replicó Costar relamiéndose ya.
-Os respondo de quo es un bocado exquisito, respondió Mokó; y seguramente no se equivocaba al decir esto de la carne de tortuga.
Como no podían llevarla entera, tuvieron que despedazarla allí mismo, operación bastante repugnante; pero los jóvenes náufragos empezaban ya a acostumbrarse a las necesidades, muchas veces desagradables, de aquella vida de Robinsones. Lo más difícil fue romper la concha, cuya dureza hubiese mellado el hacha; pero lo hicieron introduciendo un cortafríos en los intersticios, y una vez abierta, cortaron la carne en varios pedazos, llevando cada uno un trozo al Sloughi. Aquel día todos se convencieron de que el caldo de tortuga era excelente, y que la carne puesta en las parrillas era muy delicada, por más que Service la hubiese dejado quemar en algunos sitios. Phann dio a conocer también que los restos del anfibio eran buenos para la raza canina.
Esta tortuga les dio por lo menos ciento cincuenta libras de carne, buena cantidad que les permitía economizar las conservas.
El mes de Marzo acabó con mal tiempo.
Durante las tres semanas que pasaron desde el naufragio del Sloughi, cada cual trabajó lo mejor que pudo; pero a la fecha quedaba por resolver definitivamente la importante cuestión de si la tierra en que estaban era continente o isla, y esto era necesario averiguarlo cuanto antes.
El primero de Abril el tiempo dio muestras de que no tardaría en mejorar. El barómetro subía con lentitud, y el viento venía de tierra; señales todas que anunciaban próxima calma, tal vez de larga duración; así, pues, las circunstancias se presentaban favorables para una exploración al interior.
Los mayores hablaron de ello aquel día, y después de alguna discusión se convino en reparar lo necesario para aquella expedición, tantas veces debatida.
-Supongo, dijo Doniphan, que nada nos impedirá partir mañana temprano.
-Así lo espero, respondió Briant; es preciso que estemos prontos para salir a primera.
-Creo, dijo Gordon, que esa línea de agua que has visto al Este, se encuentra a seis o siete millas del promontorio...
-Sí, contestó Briant; pero como la bahía está bastante profunda, es posible que la distancia sea menor desde nuestro campamento.
-Entonces, repuso Gordon, vuestra ausencia no podrá durar más que veinticuatro horas.
-Tendrías razón, si tuviésemos la seguridad de dirigirnos en línea recta al Este. Pero ¿encontraremos algún sendero para atravesar los bosques cuando hayamos dado la vuelta al acantilado?
-¡Oh, no será esa la dificultad que nos detenga! observó Doniphan.
-Sea, respondió Briant; pero otros obstáculos pueden cerrarnos el camino; un río, un pantano... ¡qué sé yo! Me parece prudente que nos proveamos de víveres para un viaje de algunos días...
-Y de municiones, añadió Webb.
-No hay que hablar de eso, repuso Briant; pero convengamos en una cosa, Gordon, y es en que, aun cuando no estuviésemos de vuelta a las cuarenta y ocho horas, no debes tener inquietud y has de procurar que los pequeños no se alarmen por nuestra ausencia.
-No estaré tranquilo desde el momento en que partáis; pero esa no es la cuestión. Puesto que este viaje explorativo se cree necesario, hacedlo en buen hora. Os recomiendo que no os limitéis al examen de aquel mar del Este; es preciso también reconocer el otro lado del acantilado. No hemos encontrado aquí ninguna cueva, y como algún día, por desgracia, nos veremos obligados a abandonar este barco, será preciso establecer nuestro campamento en un punto que esté al abrigo de los vientos de mar. Pasar el invierno en esta playa me parece imposible y por otra parte...
-Tienes razón, respondió Briant; buscaremos un sitio conveniente en donde podamos instalarnos.
-Como no sea que veamos la posibilidad de dejar definitivamente esta supuesta isla, dijo Doniphan volviendo a su idea fija, tenaz siempre.
-Se comprende, aunque la estación no es propicia para ello, respondió Gordon. En fin, obraremos del modo que más convenga. Mañana, pues, partiréis.
Los preparativos no tardaron en acabarse. Víveres para cuatro días, dispuestos en saquitos que llevarían a la espalda; cuatro escopetas, cuatro revólveres, dos hachas pequeñas, una brújula de bolsillo, un anteojo de bastante potencia para examinar el territorio en un radio de tres o cuatro millas, mantas de viaje, y luego mechas de yesca, eslabones y cerillas, que completaban lo necesario para una expedición corta, pero no exenta de peligros. Era preciso también, y lo recomendó mucho Gordon, que los intrépidos expedicionarios Briant, Doniphan, con Service y Wilcox que los acompañaban, estuviesen siempre alerta y no avanzaran sin precaución ni se separaran jamás.
El americano pensaba que su presencia hubiera sido útil entre Briant y Doniphan, pero no se atrevía a abandonar el Sloughi, con el fin de velar por los pequeños; mas hablando a solas con Briant, le hizo prometer que evitaría todo motivo de discusión o querella.
Los pronósticos del barómetro se habían realizado. A la caída de la tarde, las últimas nubes desaparecieron al Occidente, dejando el cielo de un azul purísimo. Las magníficas constelaciones del hemisferio austral brillaban en el firmamento, y entre ellas se destacaba aquella espléndida Cruz del Sur que luce en el polo antártico.
En la víspera de una separación cuyas consecuencias no podían prever, Gordon y sus compañeros sentían que sus corazones latían con más fuerza, y mientras sus miradas se dirigían al cielo, pensaban en sus padres y en su país, que tal vez no volverían a ver más.
Entonces los pequeños se arrodillaron ante aquella Cruz del Sur, como lo hubiesen hecho al pie del crucifijo de una capilla, y rogaron al Criador de aquellas celestes maravillas les concediese esperanza en su divina bondad.

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