17 de febrero de 2012

Capítulo lX

Visita a la cueva. -Muebles y utensilios. -Las bolas y el lazo. -El reloj. -El cuaderno casi ilegible. -El mapa del náufrago. -En dónde se hallan. -Vuelta al campamento. -La orilla derecha del río. -La hondonada. –Las señales de Gordon.
Briant, Doniphan, Wilcox y Service guardaban un profundo silencio. ¿Quién era aquel hombre que había muerto en aquel sitio? ¿Era un náufrago, a quien los socorros habían faltado hasta su última hora? ¿A qué nación pertenecía? ¿Había llegado joven, o viejo, a aquel aislado punto de la tierra? ¿Había muerto anciano ya? Si era un náufrago, ¿había tenido compañeros de desgracia que con él escapasen de la catástrofe, quedándose por fin solo después de la muerte de sus compañeros?
Los diferentes objetos encontrados en la cueva, ¿pertenecían a un buque, o los construyó él?
¡Cuantas reflexiones, cuantas dudas de tan difícil solución!
Pero si aquel hombre había encontrado refugio en un continente, ¿por qué no había partido en busca de una ciudad del interior o de un puerto del litoral? ¿La distancia que tenía que recorrer era tan grande, o tan penosa, que obligase a renunciar a ella? Lo cierto es que aquel desgraciado había caído, debilitado por la enfermedad o por la vejez, y que no habiendo tenido suficientes fuerzas para volver a la cueva, había fallecido al pie de aquel árbol. Y si los medios le habían faltado para buscar su salvación, bien por el Norte, o ya por el Este de aquel territorio, ¿no sucedería lo mismo a los jóvenes náufragos del Sloughi?
Nuestros valerosos muchachos comprendieron la necesidad de practicar en la cueva un minucioso registro, pues tal vez encontrarían algún documento que les diera a conocer el origen de aquel hombre y la duración de su estancia, siendo además muy conveniente saber si podrían instalarse allí durante el invierno, después de abandonar el schooner.
-Venid, dijo Briant.
Y seguidos de Phann, penetraron por segunda vez en la cueva.
El primer objeto que llamó su atención fue un paquete de velas, fabricadas con estopa y grasa, colocadas sobra una tabla sujeta en la pared de la derecha. Service encendió una, colocándola en el candelero.
Teniendo ya luz, principiaron por reconocer las condiciones de la cueva. No presentaba ningún indicio de humedad, a pesar de no tener otra ventilación que el orificio que le servía de entrada. Sus paredes eran tan secas como si fueran de piedra, sin ninguna de aquellas filtraciones cristalinas que en algunas grutas de pórfido o de granito forman las estalactitas. Su orientación la ponía al abrigo de los vientos del mar, y si bien era muy oscura, este inconveniente se combatía con facilidad haciendo una o dos aberturas que proporcionasen luz y renovasen el aire.
Sus dimensiones eran de treinta pies de largo por veinte de ancho; algo pequeña para dormitorio, comedor, cocina y almacén; pero como no se trataba más que de una estancia de cinco o seis meses, sufrirían con paciencia aquella molestia. Briant hizo después un inventario de los objetos encerrados en ella. Pocos eran, en verdad; aquel desgraciado había debido llegar allí en un completo estado de desnudez. El camastro, una mesa, un taburete y un cofre, fue el único mobiliario que encontraron. Menos favorecido aquel infeliz que los náufragos del Sloughi, no había tenido, como ellos, un material completo a su disposición, pues los chicos no hallaron en la cueva más que algunas herramientas, una azada, un hacha, dos o tres utensilios de cocina, un tonel que debía haber contenido aguardiente, un martillo, dos cortafríos y una sierra. Estos objetos debían haber sido transportados en la embarcación cuyos restos se hallaban a orillas del río.
Las investigaciones continuaron, dando por resultado el hallazgo de una navaja de varias hojas, rotas en su mayor parte, un pasador, un compás y una olla de hierro. Ningún instrumento de marina aparecía ni brújula, ni anteojo, ni siquiera un arma para cazar o para defenderse de los indígenas o de las fieras.
Sin embargo, como era preciso comer, aquel hombre se habría visto ciertamente obligado a usar trampas para coger aves u otros animales. Un instante después ya sabían a qué atenerse respecto a este particular, porque Wilcox exclamó:
-¿Qué es esto?
-Un juego de bolos, respondió Service.
-¡Un juego de bolos! repitió sorprendido Briant. Pero conoció en seguida el uso a que habían sido destinadas las dos piedras redondas que Wilcox acababa de coger del suelo. Era uno de tantos artefactos de caza, llamadas bolas, que se componen de dos, atadas por una cuerda, y que usan mucho los indios de la América meridional. Cuando una mano hábil lanza aquellas bolas, se enrollan en las piernas del animal, paralizando sus movimientos y haciéndolo presa del cazador.
Encontraron también un lazo, formado con una larga correa: este instrumento es maneja lo mismo que las bolas, pero a una distancia más corta.
Tal fue el inventario de los objetos encontrados en la gruta.
Briant y sus compañeros eran mucho más ricos; más también es cierto que éstos eran unos niños, y el otro era un hombre.
Pero ese hombre, ¿era un simple marino o un oficial, cuya inteligencia se había desarrollado con el estudio? Difícil hubiera sido adivinarlo sin un nuevo descubrimiento, que permitió caminar con más seguridad en la vía de la certidumbre.
A la cabecera del camastro, y debajo de un pedazo de la manta que Briant había movido, Wilcox encontró un reloj colgado de un clavo. Este reloj, menos ordinario que los que usan los marineros, tenía dos tapas de plata, con una cadena del mismo metal, de la que pendía la llave.
-¡La hora!... ¡Veamos la hora! exclamó Service.
-La hora no nos dirá nada, respondió Briant.
Probablemente este reloj se habrá parado muchos días antes de la muerte de su dueño. Briant abrió la tapa con mucho trabajo; las agujas señalaban las tres y veintisiete minutos.
-Pero, dijo Doniphan, este reloj tendría grabado algún nombre... Esto puede indicar...
-Tienes razón, replicó Briant.
Y después de mirar en el interior, leyó estas palabras: Delpeuch, Saint-Maló, el nombre del fabricante y sus señas.
-¡Era un francés, un compatriota mío! exclamó Briant conmovido.
No había que dudar ya; un francés había vivido en aquella cueva hasta que la muerte puso término a tanta miseria. Otra prueba vino pronto a confirmar la primera. Doniphan movió el camastro, y encontró en el suelo un cuaderno, cuyas hojas, amarillentas, estaban escritas con lápiz; por desgracia, la mayor parte se hallaban borradas; mas sin embargo, pudieron descifrar algunas palabras, y entre otras éstas: Francisco Baudoin. Un nombre y apellido que correspondían perfectamente a las iniciales grabadas en el árbol por el náufrago. Ese cuaderno debía de ser el diario de su vida desde que arribó a aquella costa. En los fragmentos que Briant pudo descifrar, se encontraba también otro nombre: Duguay-Trouin, que sin duda era el nombre del buque que se había perdido en aquellos lejanos parajes del Pacífico.
Al principio del cuaderno había una fecha, la misma que estaba inscrita en el árbol debajo de las iniciales, y que debía ser la del naufragio.
Hacia, pues, cincuenta y tres años que Francisco Baudoin había llegado a aquel litoral. Más que nunca, nuestros pequeños amigos se dieron cuenta de la gravedad de su situación. Si un hombre, un marino, habituado a rudos trabajos, no había podido salir de allí, ¿era posible que lo verificasen ellos?
Otro nuevo hallazgo iba a probarles además que toda tentativa era inútil. Hojeando el cuaderno, Doniphan encontró un papel doblado entre las hojas. Era un mapa, trazado con una tinta particular, que debía componerse de agua y hollín.
-¡Un mapa!... exclamó.
-Dibujado, de seguro, por Francisco Baudoin, añadió Briant.
-Si es así, ese hombre no podía ser un simple marinero, dijo Wilcox, sino uno de los oficiales del Duguay-Trouin, puesto que tenía capacidad bastante para levantar un mapa.
-¡Será tal vez de!... exclamó Doniphan.
Sí; era un mapa del territorio en que se hallaban. A primera vista se conocía perfectamente Sloughi-bay, los arrecifes, la playa en donde habían establecido su campamento, el lago del que Briant y sus compañeros habían seguido la orilla occidental, los tres islotes de alta mar, el acantilado, formando curva hasta las márgenes del río, y los bosques que cubrían toda la parte central.
En la opuesta orilla del lago había otros bosques, que se extendían hasta los bordes de otro litoral, bañado por el mar en todo su perímetro. Era, pues, imposible buscar la salvación hacia el Este. Briant tenía razón; el mar rodeaba aquel supuesto continente... ¡Era una isla, y he aquí el motivo por qué Francisco Baudoin no había podido salir de allí!
Fácilmente se conocía en aquel mapa que los contornos de la isla estaban dibujados con bastante exactitud, demostrando además que el náufrago había recorrido aquel terreno en todos sentidos, puesto que se dejaban ver los principales accidentes geográficos, siendo él sin duda el que había construido el ajoupa o choza donde durmieron los niños la primera noche de su exploración, y aquella calzada del riachuelo que tan profunda sorpresa les causara.
Según el mapa de Francisco Baudoin, aquel territorio afectaba una forma oblonga, y parecía una enorme mariposa con las alas desplegadas, siendo estrecho en su parte central, entre Sloughi-bay y otra bahía que estaba al Este. Había además una tercera, mayor que las otras en la parte meridional. En medio de un cuadro de grandes bosques se desarrollaba el lago, de dieciocho millas de largo por cinco de ancho; dimensiones bastante grandes para que Doniphan y sus compañeros no hubieran podido percibir nada en sus orillas del Norte, del Este y del Sur. Varios ríos salían de aquel lago, y el más notable era el que, corriendo delante de la cueva, desembocaba en Sloughi-bay, cerca del campamento.
La única altura algo importante de esta isla parecía ser el acantilado, formando curva desde el promontorio, al Norte de la bahía, hasta la margen derecha del río. El mapa señalaba la costa septentrional como arenosa y árida, mientras que del otro lado del río se extendía un inmenso pantano, que concluía en un agudo cabo hacia el Sur.
Al Noroeste y al Sudeste aparecían largas hileras de dunas, que daban a aquella parte del litoral un aspecto muy diferente de Sloughi-bay. En fin; si la escala que se encontraba al pie del mapa era exacta, la isla medía unas ciento cincuenta millas de Norte a Sur, por veinticinco en su parte más ancha de Este a Oeste; y, teniendo en cuenta las irregularidades de su configuración, presentaba un desarrollo de ciento cincuenta millas de circunferencia.
En cuanto a saber a qué punto de la Polinesia pertenecía, o si se hallaba o no en medio del Pacífico, era imposible saberlo.
Era, pues, una instalación definitiva, y no provisional, la que se imponía a los náufragos del Sloughi, y puesto que la gruta les ofrecía un excelente refugio, convenía transportar allí todo el material antes de que las primeras borrascas del invierno concluyesen de destruir el schooner.
Convenía, por consiguiente, volver al campamento sin más tardar.
Gordon debía estar lleno de inquietud, porque habían pasado ya tres días desde la partida de Briant y sus compañeros, y temía que les hubiera sucedido algo.
Acordaron, pues, emprender la vuelta aquel mismo día a las once.
Era inútil subir otra vez al acantilado, puesto que el mapa indicaba que el camino más corto era seguir la orilla derecha del río que corría de Este a Oeste.
Había que andar unas siete millas, que bien podían recorrerse en lo que restaba hasta el anochecer.
Pero antes de alejarse, nuestros jóvenes quisieron realizar una de las obras de misericordia. Abrieron una fosa al pie del mismo árbol en que Francisco Baudoin grabó las iniciales de su nombre, y colocaron en ella los restos secos del desgraciado náufrago, plantando encima una cruz de madera. Después que cumplieron esta piadosa ceremonia, volvieron a la cueva, cuyo orificio taparon para que ningún animal penetrara en ella, y después de haber apurado lo que les quedaba de comestibles, emprendieron su ruta por la margen derecha del río.
Briant no cesaba de examinar su curso para ver si sería fácil, con una embarcación cualquiera o una balsa, utilizar aquella vía fluvial para el transporte de todo el material del Sloughi, aprovechando la marea alta, cuya acción se hacía sentir hasta el lago. Lo temible sería se cambiara en torrente, o que la falta de anchura o de profundidad le hiciese impracticable; pero, gracias a Dios, no sucedió así, toda vez que en el espacio de tres millas que habían andado ya, el río se presentaba en excelentes condiciones de navegación. Sin embargo, a las cuatro de la tarde tuvieron que dejar de seguir la orilla, porque estaba cortada por una hondonada pantanosa, en la que no se podía andar sin peligro, y esto les obligó a tomar otra vez el camino del bosque.
Con la brújula en la mano, Briant se dirigió entonces hacia el Noroeste para ir a Sloughi-bay por el trayecto más corto; pero se retrasaron bastante, porque las hierbas eran tan altas, que dificultaban mucho la marcha, y además la oscuridad llegó muy pronto, por causa de la espesura de los abedules, de los pinos y de las hayas. En tan malas condiciones anduvieron dos millas, y a las siete no sabían en donde se encontraban, temiendo haberse extraviado.
¿Tendrían qué pasar la noche debajo de los árboles? Eso era lo de menos, si no se hubieran acabado las provisiones.
-Marchemos siempre, dijo Briant; andando en la dirección indicada, no tenemos más remedio que llegar a Sloughi-bay.
-Como no sea que ese mapa nos haya dado falsas indicaciones, respondió Doniphan, y resulta que ese río no sea el que desemboca en la bahía.
-¿Y por qué no ha de ser éste, Doniphan?
-¿Qué motivos tienes para creer lo contrario, Briant?
Como se ve, Doniphan, que no estaba satisfecho con el triunfo de su compañero, se obstinaba en no creer exacto el mapa del náufrago. Y, sin embargo, no se podía negar que en la parte recorrida por nuestros jóvenes, la carta geográfica presentaba el país tal cual era.
Briant no quiso discutir, y prosiguieron resueltamente su camino.
A las ocho, no sabiendo por dónde andaban (tan grande era la oscuridad), observaron de repente que por un claro del bosque aparecía una luz bastante viva, propagándose por el espacio.
-¿Qué es esto?... dijo Service.
Es una estrella errante, según creo, dijo Wilcox.
-¡No, es un cohete!... replicó Briant; un cohete lanzado desde el Sloughi.
-¡Y por consiguiente una señal de Gordon! - exclamó Doniphan, que contestó con un tiro.
Un segundo cohete se vio en el espacio; Briant y sus compañeros, sin duda alguna ya respecto al punto en donde se encontraban, marcharon en aquella dirección, y tres cuartos de hora después llegaban al campamento del Sloughi.
Era, en efecto, el americano, que por temor de que se hubiesen extraviado, había tenido la buena idea de lanzar al espacio algunos cohetes a fin de señalarles la posición del schooner.
Excelente idea, sin la que nuestros cuatro muchachos no hubieran descansado de sus fatigas en sus camitas del yate.

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