En medio de la resaca. -Briant y Doniphan. -Observación de la costa.
-Preparativos de salvación. -Disputa por la canoa. -Desde lo alto de
palo de
mesana. -Valerosa tentativa de Briant. -Efectos del reflejo.
Libre ya de nieblas el espacio, la mirada podíase extender sin
dificultad por
un vasto radio en derredor del schooner.
Las nubes corrían siempre con extremada rapidez, y la borrasca no perdía
nada de
su furia; su misma violencia hacía esperar que acabase pronto, y que una
calma
bienhechora tranquilizase algún tanto a esos pobres niños que,
apretándose unos
con otros, debían creerse perdidos sin remedio cuando alguna gigantesca
ola caía
encima del puente, cubriéndolos de espuma. Los choques eran bastante
rudos; el schooner, que no podía evitarlos, se estremecía hasta la
quilla, pero no había, sin embargo, recibido gran daño al penetrar entre
las
rocas. Briant y Gordon bajaron a los camarotes, y asegurándose de que el
buque
no hacía agua por ninguna parte, tranquilizaron en cuanto les fue
posible a sus
compañeros, y sobre todo a los pequeños, diciéndoles:
-¡No tengáis miedo!... ¡El yate es muy sólido!... ¡La costa no está
lejos!...
Esperemos y procuremos llegar a la playa.
-¿Y por qué esperar? preguntó Doniphan.
-Sí: ¿por qué? añadió otro niño de unos doce años, llamado Wilcox.
Doniphan
tiene razón... ¿Por qué tenemos que esperar?
-Porque el mar está muy revuelto aun, y pereceríamos en medio de las
rocas,
respondió Briant.
-¿Y si el yate se abre? repuso un tercero, llamado Webb, y de la
misma edad
que Wilcox.
-No creo que esto esa de temor por ahora, replicó Briant; a lo menos,
mientras bajo la marca.
Después que haya bajado, y en tanto que nos lo permita el viento, nos
ocuparemos del salvamento.
Briant tenía razón. Aunque las marcas sean relativamente de poca
consideración en el Océano Pacífico, pueden, sin embargo, producir una
diferencia de nivel bastante importante entre la alta y la baja. Era,
por
consiguiente, una ventaja esperar algunas horas, y sobre todo si el
viento
disminuía; pudiendo suceder también que el reflujo dejara en seco parte
de los
arrecifes, lo que haría más fácil la travesía del cuarto de milla que
aun
separaba al schooner de la playa.
No obstante, por más que este consejo fuese bueno, Doniphan y otros
dos o
tres que no se hallaban con ánimos de seguirlo, se agruparon hacia la
proa,
hablando en voz baja, y se comprendía claramente que Doniphan, Wilcox,
Webb y
otro llamado Cross, no parecían dispuestos a entenderse con
Briant. Durante la larga travesía del Sloughi,
si habían consentido en obedecerlo, era porque Briant, según hemos dicho
ya,
tenía costumbre de navegar y poseía algunos conocimientos de las
maniobras; pero
conservaban el pensamiento de recuperar su libertad de acción en cuanto
tocaran
tierra.
Doniphan, especialmente, no pensaba someterse, porque se creía
superior a
todos sus compañeros en instrucción e inteligencia. Esta especie de
envidia que
experimentaba Doniphan respecto a Briant, tenía ya larga fecha, y además
bastaba
que este último fuese francés para que los demás, siendo ingleses, no
quisieran
ser por él dominados, siendo de temer, por lo tanto, que estas
diferencias
acrecentaran la gravedad de una situación de suyo embarazosa.
Sin embargo, Doniphan, Wilcox, Cross y Webb miraban el mar lleno de
remolinos
y surcado de corrientes contrarias, que no se podían atravesar sin
graves
peligros. El nadador más hábil no hubiese podido resistir la acción de
la marea
baja, que el viento cogía de través. El consejo de esperar algunas horas
era
justificado, y preciso fue que Doniphan y sus compañeros se rindiesen
ante la
evidencia, yéndose otra
vez hacia la popa, en donde estaban los demás.
Briant decía en aquel momento a Gordon y a algunos de los que le
rodeaban:
-¡No nos separemos!... ¡Unámonos todos, o somos perdidos!...
-¡No pretenderás imponernos la ley! exclamó Doniphan que le oyó.
-Nada pretendo, respondió Briant, sino que es preciso que obremos con
perfecto concierto para la salvación de todos.
-Briant tiene razón, añadió Gordon, muchacho frío y serio que no
hablaba
jamás sin reflexionar.
-¡Sí!... ¡Sí!... exclamaron algunos de los pequeños, a quienes un
secreto
instinto impulsaba a confiar en Briant.
Doniphan no replicó, pero sus compañeros y él persistieron en
quedarse
apartados de los demás, esperando la hora de proceder al salvamento.
Pero ¿qué tierra era aquella? ¿Pertenecía a alguna de las islas del
Pacífico,
o a un continente? Esta cuestión no podía resolverse, porque estando el
Sloughi demasiado cerca del litoral, no era dable la
observación en un perímetro suficiente. Su concavidad, formando ancha
bahía,
terminaba en dos promontorios; uno bastante elevado y liso hacia el
Norte, y el
otro afilado en punta hacia el Sur. Pero más allá de ambos cabos,
¿seguiría o no
el mar los contornos de una isla? Briant procuró en vano asegurarse de
ello con
ayuda de los anteojos que encontró a bordo.
En el caso de que esa tierra fuera una isla, ¿cómo sería posible
abandonarla
si no se podía volver a poner el buque a flote, pues la marea alta no
tardaría
en desbaratarle, arrastrándole por los arrecifes? Y si esa isla no
estuviese
habitada, cual acontece en alguna del Pacífico, ¿cómo esos niños
abandonados a
sí mismos y no teniendo más víveres que los existentes en el barco,
proveerían a
las necesidades de la existencia?
Si fuese continente, dado que no podría ser otro que el de la América
del
Sur, las probabilidades de salvación serían mayores, porque atravesando
el
territorio de Chile o de Bolivia, más pronto o más tarde hallarían
auxilios, si
bien es verdad que en aquel litoral, cercano a las Pampas, muchos malos
encuentros eran de temer.
Como el tiempo era bastante claro, dejábanse percibir todos los
detalles de
aquella tierra. Se distinguía perfectamente la playa, el acantilado que
la
rodeaba y algunos árboles agrupados en su base. Briant divisó también la
embocadura de un río a la derecha de la ribera.
En suma; si el aspecto de aquella costa no tenía ningún atractivo, la
fronda
de aquellos árboles indicaba cierta fertilidad comparable con la de las
zonas de
la latitud media. No podía haber duda de que más allá del acantilado, y
al
abrigo de los vientos, la vegetación, encontrando un suelo más
favorable, debía
desarrollarse con más vigor.
En cuanto a habitantes, no parecía que los hubiese en aquella parte
de la
costa, pues no se veía ni casa ni choza alguna en la desembocadura del
río.
Los indígenas, si los hubiera, residían tal vez en el interior, en
donde
estaban menos expuestos a los crudos ataques de los vientos del Oeste.
-¡No veo ni el menor rastro de humo! dijo Briant bajando el anteojo.
-¡Ninguna embarcación se ve en la playa!- observó Mokó.
-¿Cómo es posible que las haya, puesto que no hay puerto? repuso
Doniphan.
-El puerto no es necesario, replicó Gordon, pues las barcas de
pescadores
encuentran refugio en la entrada de los ríos; y si no vemos ninguna,
quizás sea
porque la tormenta las haya obligado a internarse.
La observación de Gordon era justa; mas cualesquiera que fuesen los
motivos,
la verdad es que no se divisaba ninguna embarcación, y que en realidad
aquella
parte del litoral parecía deshabitada.
Pero en el caso de que nuestros jóvenes náufragos se viesen obligados
a
quedarse allí algunas semanas, ¿sería habitable? He aquí lo que debía
sobre todo
preocuparles.
Aun cuando la marea ciertamente se retiraba con mucha lentitud,
porque el
viento se lo impedía, como éste parecía calmarse algún tanto con
tendencia a
cambiar hacia el Noroeste, importaba mucho estar apercibidos y
dispuestos para
aprovechar el momento en que el banco de arrecifes ofreciese un paso
practicable.
Eran cerca de las siete. Cada cual se ocupó en subir sobre el puente
los
objetos de primera necesidad, dejando lo demás para cuando el mar los
empujase
hacia la costa. Pequeños y grandes trabajaron todos con afán; y como a
bordo
había bastante provisión de conservas, galleta y carnes saladas y
ahumadas,
hicieron paquetes destinados a ser repartidos entre los mayores, quienes
se
encargarían de transportarlos a tierra.
Mas para que este transporte pudiera efectuarse, era preciso que los
arrecifes estuvieran en seco. ¿Sucedería así durante la marea baja?
¿Bastaría el
reflujo para dejar el paso libre hasta la playa?
Briant y Gordon fijaron toda su atención en el mar. Con el cambio de
dirección del viento, la calma se acentuaba, y apaciguándose la resaca,
permitía
notar el decrecimiento de las aguas a lo largo de las puntas de las
rocas. Este
decrecimiento influía en el
schooner, que se apoyaba más y más
hacia babor, hasta el punto de temerse que, si su inclinación aumentaba,
se
tumbase por completo sobre el flanco, pues este yate, como todos los de
gran
marcha, era muy esbelto de formas, con las compuertas muy elevadas y la
quilla
de mucha altura.
En este caso, si el agua invadía el puente, la situación sería en
extremo
grave. Era muy de sentir que las chalupas hubiesen sido arrebatadas,
como hemos
visto, porque aquellas embarcaciones, bastante capaces para conducirlos a
todos,
les hubiera sido permitido llegar a la costa y transportar tantos
objetos útiles
que sería preciso dejar provisionalmente a bordo. Y si en la próxima
noche el Sloughi se hiciera pedazos, ¿qué valdrían aquellos restos
después que las olas los hubieran destrozado entre las rocas? ¿Podrían
aprovecharlos aún? ¿Nuestros jóvenes no se verían pronto reducidos a los
únicos
recursos que les ofreciera aquella tierra?
De repente se oyeron algunas exclamaciones hacia la proa; Baxter
acababa de
hallar una cosa que no carecía de importancia.
Una canoa que creían perdida se encontraba escondida entre el cordaje
del
bauprés. Aquella canoa no podía llevar más que cinco o seis personas;
pero como
estaba intacta, sería posible utilizarla en el caso en que no fuese
dable pasar
a pie seco.
Convenía, pues, esperar que la marea bajase por completo, y, sin
embargo, una
viva discusión se entabló entre los náufragos, discusión que tomó
mayores
proporciones entre Briant y Doniphan.
Este último, Wilcox, Webb y Cross, después de apoderarse de la canoa,
preparábanse a lanzarla al mar, cuando Briant llegó a su lado.
-¿Qué vais a hacer? preguntó.
-¡Lo que nos convenga! respondió Wilcox.
-¿Vais a embarcaros en esa canoa?
-Sí, replicó Doniphan; y no serás tú quien nos lo impida.
-Te equivocas, repuso Briant; no sólo te lo impediré, sino que me
ayudarán a
estorbártelo los compañeros a quienes quieres abandonar.
-¡Abandonar!... dices. ¿Cómo lo sabes?
Respondió Doniphan con arrogancia. Yo no quiero abandonar a nadie,
¿lo oyes?
Mi plan es que tan luego como uno de nosotros llegue a la playa, vuelva
con la
canoa.
-¿Y si no puede volver? exclamó Briant conteniéndose con trabajo. ¿Y
si se
hace pedazos en las rocas?...
-¡Embarquémonos!... ¡Embarquémonos!...- respondió Webb rechazando a
Briant.
Y ayudado por Cross y Wilcox, levantó la lanchita para botarla al
mar; pero
Briant, cogiéndola por una de las puntas, dijo con energía:
-¡No embarcaréis!
-Eso lo veremos, respondió Doniphan.
-¡No, no embarcaréis! repitió Briant muy decidido a resistir en
beneficio del
común interés. La canoa debe reservarse para los más pequeños, por si
acontece
que en la baja mar queda demasiado agua y no puedan llegar a la playa.
-¡Déjanos en paz! exclamó Doniphan encolerizado. Te lo repito; no
eres tú
quien pueda impedirnos hacer lo que nos dé la gana.
-¡Y yo te digo por segunda vez que te lo impediré, Doniphan!
Ambos muchachos estaban a punto de llegar a las manos y la lucha
hubiera sido
general, porque cada uno de ellos tenía sus parciales. Wilcox, Webb y
Cross
estaban naturalmente de parte de Doniphan; mientras que Baxter, Service y
Garnett se colocaron al lado de Briant. Las consecuencias de la colisión
serían
tristísimas.
Así lo comprendió Gordon, a quien, como de mayor edad que los otros, y
también más dueño de sí, no se le ocultó lo trascendental de semejante
proceder,
y tuvo el buen sentido de interponerse en favor de Briant.
-Vamos, vamos, dijo; ten un poco de paciencia, Donipban. Bien ves que
el mar
está aun demasiado picado, y que nos arriesgamos a perder la canoa.
-¡No quiero que Briant nos imponga la ley, como acostumbra de algún
tiempo
acá! respondió Doniphan.
-No pretendo imponérsela a nadie, repuso Briant, así como tampoco
permitiré
que la imponga nadie cuando se trate del interés de todos.
-Cada cual debe cuidarse de ello tanto como tú, replicó Doniphan. Y
ahora que
estamos en tierra...
-Desgraciadamente no es así todavía, respondió Gordon. Doniphan, no
seas
terco, y esperemos un momento favorable para servirnos de la canoa.
Muy oportuna, ahora como otras varias veces, fue la mediación de
Gordon entre
Doniphan y Briant, pues todos sus compañeros acataron su opinión.
La marea había bajado dos pies durante la disputa, y ya calmados los
ánimos,
surgió entre nuestros marineros la duda de si existiría algún canal
entre las
rocas, cosa que sería muy útil conocer.
Briant, creyendo que se daría mucho mejor cuenta de la posición de
las rocas
observando desde el palo de mesana, se dirigió a la proa, asiéndose a
los
obenques de estribor, a fuerza de puños se elevó hasta las barras.
Entre los arrecifes se veía un paso, cuya dirección señalaban las
puntas de
las rocas que sobresalían del agua por ambos lados, y juzgó que
convendría
seguir dicho paso para llegar a la playa, embarcándose en la canoa; pero
había
aún demasiados remolinos en la superficie para que la ligera embarcación
llegara
sin tropiezo, y era de temor que, lanzada la barquilla sobre alguna
punta de
roca, se hiciese pedazos; valía, por lo tanto, más, esperar hasta ver si
las
aguas, en su completa retirada, dejaban un sitio practicable.
Desde lo alto de las barras, sobre las que estaba a caballo, Briant
se puso a
observar el litoral, y con ayuda del anteojo examinó toda la playa hasta
el pie
del acantilado.
La costa entre los dos promontorios, separados por una distancia de
ocho o
nueve millas, parecía completamente deshabitada.
Después de media hora de observación, Briant bajó a dar cuenta a sus
compañeros de lo que había visto. Si Doniphan, Wilcox, Webb y Cross le
escucharon sin hablar una palabra, no hizo lo mismo Gordon, que le
preguntó:
-¿No eran las seis de la mañana cuando encalló el Sloughi?
-Sí, respondió Briant.
-¿Y cuánto tiempo se necesita para que baje la marea?
-Me parece que cinco horas. ¿No es así, Mokó?
-Sí, de cinco a seis horas, respondió el grumete.
-¿De modo que a las once será el momento favorable para llegar a la
costa?
-Así lo he calculado, replicó Briant.
-Pues bien, prosiguió Gordon; preparémonos y tomemos algún alimento.
Si nos
vemos obligados a echarnos al agua, que sea a lo menos algunas horas
después de
haber comido.
Este era un buen consejo dado por aquel prudente muchacho, y aceptado
por
todos; se ocuparon en seguida del desayuno, compuesto de conservas y
galletas.
Briant cuidó mucho de los pequeños Jenkins, Iverson, Dole y Costar,
quienes, con
el carácter propio de su poca edad, empezaban a tranquilizarse, y
comieron sin
tasa, pues tenían mucha hambre, en atención a que no habían tomado casi
ningún
alimento en veinticuatro horas; y para que no les hiciese daño la
comida, Briant
les dio un poco de aguardiente con agua para ayudar la digestión.
Hecho esto, dejó a los pequeños y se fue a proa, poniéndose a
observar los
arrecifes. ¡Con cuánta lentitud se efectuaba el decrecimiento de las
aguas! Se
veía, sin embargo, que bajaba, puesto que la inclinación del yate se
acentuaba
cada vez más. Mokó, echando una sonda, reconoció que había aun unos ocho
pies de
agua encima del banco. ¿Podían esperar que la marea baja lo dejara
completamente
seco? No lo creía así Mokó, y manifestó su parecer a Briant en voz baja,
para no
asustar a nadie.
Este último fue a hablar con Gordon respecto al particular: ambos
comprendían
sobradamente que el viento, si bien con tendencia a cambiar al Norte,
impedía al
mar que bajase tanto como en tiempo de calma.
-¿Qué partido hemos de tomar? preguntó Gordon.
-No sé... no sé, respondió Briant. ¡Qué desgracia es la de no
saber...; la de
no ser más que niños, cuando era preciso que fuéramos hombres!
-La necesidad nos instruirá, replicó Gordon. No desesperemos, Briant,
y
obremos con prudencia.
-Tengamos cuidado, Gordon. Si no abandonamos el Sloughi antes de la
marea alta y tenemos que pasar aun
una noche a bordo, estamos perdidos.
-Ciertamente, porque el yate se hará pedazos. Es preciso, pues, salir
de aquí
a todo trance...
-Tienes razón, Gordon.
-¿No sería posible construir una especie de balsa para ir y venir?
-He pensado en ello, respondió Briant; mas, por desgracia, los
materiales
faltan. Nos queda la canoa, de la que no podemos servirnos, porque el
mar está
muy fuerte. Lo que puede hacerse es llevar un cable a través de los
arrecifes y
amarrarle a la punta de una roca; tal vez por ese medio fuera posible
llegar
cerca de la playa.
-¿Quién llevará el cable?
-Yo, respondió Briant.
-¡Y yo te ayudaré!... dijo, Gordon.
-¡No, yo solo! replicó Briant.
-Sírvete de la canoa.
-Podría inutilizarse, Gordon; vale más conservarla como último
recurso.
Antes de ejecutar su peligroso proyecto, quiso Briant tomar una útil
precaución para hacer frente a cualquier eventualidad.
Como había a bordo algunos cinturones de salvamento, obligó a los
niños a que
se los pusiesen para el caso en que, teniendo que abandonar el buque, el
agua
estuviera demasiado profunda para sentar los pies en el suelo; este
aparato los
mantendría a flote, y los mayores los empujarían hacia la orilla,
sosteniéndose
ellos mismos en el cable tendido.
Eran las diez y cuarto. Antes de cuarenta y cinco minutos la marea
alcanzaría
su mayor descenso. Ya no quedaban sino cuatro o cinco pies de agua; pero
parecía
que no bajaría más que algunas pulgadas. Es verdad que a unas sesenta
yardas se
veía el fondo, y se comprendía que seguía su lenta retirada, porque
íbanse
descubriendo también muchas puntas de rocas a lo largo de la playa. La
dificultad consistía en franquear la profundidad del agua que había en
los
contornos del buque.
No obstante, si Briant llegaba a colocar un cable en aquella
dirección y
conseguía fijarlo con solidez en una de las rocas, este cable, puesto
muy
tirante con ayuda del torno, les permitiría sostenerse hasta encontrar
pie.
Además, haciendo deslizar sobre aquella maroma los paquetes que
encerraban las
provisiones y los útiles más indispensables, llegarían a tierra sin
pérdida
alguna.
Por peligroso que fuera su intento, no quiso Briant dejar a nadie que
lo
verificase en su lugar, y tomó sus disposiciones al efecto.
Había a bordo varios cables de cien pies de largo, de esos que sirven
para
remolcar. Briant escogió uno de un grueso mediano, que le pareció
conveniente, y
rodeó la extremidad a su cintura después de desnudarse.
-¡Vamos, vosotros, exclamó Gordon, venid aquí para que podamos soltar
entre
todos la maroma! ¡Venid a proa!
Doniphan, Wilcox, Cross y Webb no podían rehusar su concurso para una
operación cuya importancia comprendían. Así es que se pusieron a desliar
el
cable para soltarle poco a poco, a fin de no amenguar las fuerzas de
Briant.
En el momento en que éste iba a tirarse al mar, se le acercó
Santiago,
exclamando:
-¡Hermano mío!...¡Hermano mío!...
-No tengas cuidado por mí, hermanito, no tengas miedo, respondió
Briant.
Y un instante después se le veía en la superficie del agua, nadando
con vigor
mientras que el cable se desenrollaba detrás de él.
Esta maniobra, difícil aun con un tiempo de calma, lo era mucho más
con la
resaca, que pegaba continuamente contra las rocas. Corrientes y
contracorrientes
impedían al valeroso muchacho mantenerse en línea recta, y cuando le
cogían, le
costaba mucho trabajo librarse de ellas.
Sin embargo, Briant ganaba poco a poco terreno, mientras que sus
compañeros
soltaban la maroma a medida que la necesitaba; pero notábase que, a
pesar de no
hallarse más que a una distancia de cincuenta pies del yate, las fuerzas
del
pobre muchacho principiaban a agotarse. Delante de él se
agitaba una especie de remolino producido por el encuentro de dos olas
contrarias. Si llegaba a bordearle, era fácil que consiguiera su objeto,
pues
más allá estaba el mar en calma; así es que procuró, haciendo un
violento
esfuerzo, dirigirse hacia la izquierda; pero su tentativa debía ser
infructuosa,
en atención a que un hábil nadador, con todo el vigor de su edad, no lo
hubiese
conseguido tampoco.
El pobre Briant fue envuelto por las olas y llevado con irrebatible
fuerza al
centro del remolino.
-¡Socorro!... ¡Tirad!... ¡Tirad y pronto de la cuerda!... pudo gritar
antes
de desaparecer.
A bordo del yate el espanto llegó a su colmo.
-¡Tirad!... mandó Gordon con ímpetu, aunque con gran serenidad.
Y sus compañeros se apresuraron a ejecutar la maniobra para traer a
Briant a
bordo antes de que una inmersión demasiado larga produjera la asfixia.
En menos de un minuto, el pobre muchacho se encontraba encima del
puente sin
conocimiento, en brazos de su hermano y rodeado por todos aun
compañeros; pero
no tardó en volver en sí.
El intento, como se ve, de tender una maroma hasta los arrecifes, no
salió
bien, y los pobres niños se veían, por lo tanto, reducidos otra vez a
esperar...
¿Esperar qué? ¿Un socorro? ¿Y de dónde había de venir?
Eran ya más de las doce. La marea alta había empezado, y la resaca
crecía. La
luna era nueva y por consiguiente las olas iban a ser más fuertes que la
víspera; así es que, por poco que soplara el viento, la goleta corría el
peligro
de destrozarse si las aguas agitadas la levantaban y la dejaban caer
sobre los
arrecifes.
Nadie, seguramente, sobreviviría a tan funesto desenlace. ¡Y nada se
podía
hacer para impedirlo!
Agrupadas todas aquellas pequeñas criaturas, miraban cómo crecía el
mar y
cómo desaparecían las puntas de las rocas debajo del agua.
Para mayor desgracia, el viento sopló de nuevo del Oeste, como la
noche
anterior. Las olas más altas cubrían de espumas el Sloughi,
y no tardarían en invadir el puente. Sólo Dios podía ayudar a los
pobrecitos
náufragos, que mezclaban sus oraciones a sus gritos de espanto.
Un poco antes de las dos el
schooner, influido por la marea, no se
apoyaba ya sobre la banda de babor; pero a consecuencia del vaivén, la
proa
chocaba con el fondo, mientras que la popa estaba aun sostenida entre
dos rocas.
Pronto los golpes redoblaron, y el Sloughi caía tan pronto hacia babor
como hacia estribor, teniendo los niños que sostenerse unos con otros
para no
ser arrojados al mar.
En aquel instante, una montaña de agua espumosa, llegando con la
furia de un
torrente, se levantó a dos brazas del buque, y cubriendo por completo el
banco
de arrecifes, levantó el yate y lo arrastró por encima de las rocas, sin
que
ninguna tocara a su casco.
En menos de un minuto, y en medio de aquella masa enorme de agua, el
Sloughi,
llevado hasta la mitad de la playa, chocó contra un montón de arena a
doscientos
pasos de los primeros árboles, agrupados al pie del acantilado, y se
quedó
inmóvil, pero en tierra firme esta vez, mientras que el mar,
retirándose, dejaba
la playa enteramente enjuta.
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