7 de febrero de 2012

Capítulo ll

En medio de la resaca. -Briant y Doniphan. -Observación de la costa. -Preparativos de salvación. -Disputa por la canoa. -Desde lo alto de palo de mesana. -Valerosa tentativa de Briant. -Efectos del reflejo.
Libre ya de nieblas el espacio, la mirada podíase extender sin dificultad por un vasto radio en derredor del schooner. Las nubes corrían siempre con extremada rapidez, y la borrasca no perdía nada de su furia; su misma violencia hacía esperar que acabase pronto, y que una calma bienhechora tranquilizase algún tanto a esos pobres niños que, apretándose unos con otros, debían creerse perdidos sin remedio cuando alguna gigantesca ola caía encima del puente, cubriéndolos de espuma. Los choques eran bastante rudos; el schooner, que no podía evitarlos, se estremecía hasta la quilla, pero no había, sin embargo, recibido gran daño al penetrar entre las rocas. Briant y Gordon bajaron a los camarotes, y asegurándose de que el buque no hacía agua por ninguna parte, tranquilizaron en cuanto les fue posible a sus compañeros, y sobre todo a los pequeños, diciéndoles:
-¡No tengáis miedo!... ¡El yate es muy sólido!... ¡La costa no está lejos!... Esperemos y procuremos llegar a la playa.
-¿Y por qué esperar? preguntó Doniphan.
-Sí: ¿por qué? añadió otro niño de unos doce años, llamado Wilcox. Doniphan tiene razón... ¿Por qué tenemos que esperar?
-Porque el mar está muy revuelto aun, y pereceríamos en medio de las rocas, respondió Briant.
-¿Y si el yate se abre? repuso un tercero, llamado Webb, y de la misma edad que Wilcox.
-No creo que esto esa de temor por ahora, replicó Briant; a lo menos, mientras bajo la marca.
Después que haya bajado, y en tanto que nos lo permita el viento, nos ocuparemos del salvamento.
Briant tenía razón. Aunque las marcas sean relativamente de poca consideración en el Océano Pacífico, pueden, sin embargo, producir una diferencia de nivel bastante importante entre la alta y la baja. Era, por consiguiente, una ventaja esperar algunas horas, y sobre todo si el viento disminuía; pudiendo suceder también que el reflujo dejara en seco parte de los arrecifes, lo que haría más fácil la travesía del cuarto de milla que aun separaba al schooner de la playa.
No obstante, por más que este consejo fuese bueno, Doniphan y otros dos o tres que no se hallaban con ánimos de seguirlo, se agruparon hacia la proa, hablando en voz baja, y se comprendía claramente que Doniphan, Wilcox, Webb y otro llamado Cross, no parecían dispuestos a entenderse  con Briant. Durante la larga travesía del Sloughi, si habían consentido en obedecerlo, era porque Briant, según hemos dicho ya, tenía costumbre de navegar y poseía algunos conocimientos de las maniobras; pero conservaban el pensamiento de recuperar su libertad de acción en cuanto tocaran tierra.
Doniphan, especialmente, no pensaba someterse, porque se creía superior a todos sus compañeros en instrucción e inteligencia. Esta especie de envidia que experimentaba Doniphan respecto a Briant, tenía ya larga fecha, y además bastaba que este último fuese francés para que los demás, siendo ingleses, no quisieran ser por él dominados, siendo de temer, por lo tanto, que estas diferencias acrecentaran la gravedad de una situación de suyo embarazosa.
Sin embargo, Doniphan, Wilcox, Cross y Webb miraban el mar lleno de remolinos y surcado de corrientes contrarias, que no se podían atravesar sin graves peligros. El nadador más hábil no hubiese podido resistir la acción de la marea baja, que el viento cogía de través. El consejo de esperar algunas horas era justificado, y preciso fue que Doniphan y sus compañeros se rindiesen ante la evidencia, yéndose otra vez hacia la popa, en donde estaban los demás.
Briant decía en aquel momento a Gordon y a algunos de los que le rodeaban:
-¡No nos separemos!... ¡Unámonos todos, o somos perdidos!...
-¡No pretenderás imponernos la ley! exclamó Doniphan que le oyó.
-Nada pretendo, respondió Briant, sino que es preciso que obremos con perfecto concierto para la salvación de todos.
-Briant tiene razón, añadió Gordon, muchacho frío y serio que no hablaba jamás sin reflexionar.
-¡Sí!... ¡Sí!... exclamaron algunos de los pequeños, a quienes un secreto instinto impulsaba a confiar en Briant.
Doniphan no replicó, pero sus compañeros y él persistieron en quedarse apartados de los demás, esperando la hora de proceder al salvamento.
Pero ¿qué tierra era aquella? ¿Pertenecía a alguna de las islas del Pacífico, o a un continente? Esta cuestión no podía resolverse, porque estando el Sloughi demasiado cerca del litoral, no era dable la observación en un perímetro suficiente. Su concavidad, formando ancha bahía, terminaba en dos promontorios; uno bastante elevado y liso hacia el Norte, y el otro afilado en punta hacia el Sur. Pero más allá de ambos cabos, ¿seguiría o no el mar los contornos de una isla? Briant procuró en vano asegurarse de ello con ayuda de los anteojos que encontró a bordo.
En el caso de que esa tierra fuera una isla, ¿cómo sería posible abandonarla si no se podía volver a poner el buque a flote, pues la marea alta no tardaría en desbaratarle, arrastrándole por los arrecifes? Y si esa isla no estuviese habitada, cual acontece en alguna del Pacífico, ¿cómo esos niños abandonados a sí mismos y no teniendo más víveres que los existentes en el barco, proveerían a las necesidades de la existencia?
Si fuese continente, dado que no podría ser otro que el de la América del Sur, las probabilidades de salvación serían mayores, porque atravesando el territorio de Chile o de Bolivia, más pronto o más tarde hallarían auxilios, si bien es verdad que en aquel litoral, cercano a las Pampas, muchos malos encuentros eran de temer.
Como el tiempo era bastante claro, dejábanse percibir todos los detalles de aquella tierra. Se distinguía perfectamente la playa, el acantilado que la rodeaba y algunos árboles agrupados en su base. Briant divisó también la embocadura de un río a la derecha de la ribera.
En suma; si el aspecto de aquella costa no tenía ningún atractivo, la fronda de aquellos árboles indicaba cierta fertilidad comparable con la de las zonas de la latitud media. No podía haber duda de que más allá del acantilado, y al abrigo de los vientos, la vegetación, encontrando un suelo más favorable, debía desarrollarse con más vigor.
En cuanto a habitantes, no parecía que los hubiese en aquella parte de la costa, pues no se veía ni casa ni choza alguna en la desembocadura del río.
Los indígenas, si los hubiera, residían tal vez en el interior, en donde estaban menos expuestos a los crudos ataques de los vientos del Oeste.
-¡No veo ni el menor rastro de humo! dijo Briant bajando el anteojo.
-¡Ninguna embarcación se ve en la playa!- observó Mokó.
-¿Cómo es posible que las haya, puesto que no hay puerto? repuso Doniphan.
-El puerto no es necesario, replicó Gordon, pues las barcas de pescadores encuentran refugio en la entrada de los ríos; y si no vemos ninguna, quizás sea porque la tormenta las haya obligado a internarse.
La observación de Gordon era justa; mas cualesquiera que fuesen los motivos, la verdad es que no se divisaba ninguna embarcación, y que en realidad aquella parte del litoral parecía deshabitada.
Pero en el caso de que nuestros jóvenes náufragos se viesen obligados a quedarse allí algunas semanas, ¿sería habitable? He aquí lo que debía sobre todo preocuparles.
Aun cuando la marea ciertamente se retiraba con mucha lentitud, porque el viento se lo impedía, como éste parecía calmarse algún tanto con tendencia a cambiar hacia el Noroeste, importaba mucho estar apercibidos y dispuestos para aprovechar el momento en que el banco de arrecifes ofreciese un paso practicable.
Eran cerca de las siete. Cada cual se ocupó en subir sobre el puente los objetos de primera necesidad, dejando lo demás para cuando el mar los empujase hacia la costa. Pequeños y grandes trabajaron todos con afán; y como a bordo había bastante provisión de conservas, galleta y carnes saladas y ahumadas, hicieron paquetes destinados a ser repartidos entre los mayores, quienes se encargarían de transportarlos a tierra.
Mas para que este transporte pudiera efectuarse, era preciso que los arrecifes estuvieran en seco. ¿Sucedería así durante la marea baja? ¿Bastaría el reflujo para dejar el paso libre hasta la playa?
Briant y Gordon fijaron toda su atención en el mar. Con el cambio de dirección del viento, la calma se acentuaba, y apaciguándose la resaca, permitía notar el decrecimiento de las aguas a lo largo de las puntas de las rocas. Este decrecimiento influía en el schooner, que se apoyaba más y más hacia babor, hasta el punto de temerse que, si su inclinación aumentaba, se tumbase por completo sobre el flanco, pues este yate, como todos los de gran marcha, era muy esbelto de formas, con las compuertas muy elevadas y la quilla de mucha altura.
En este caso, si el agua invadía el puente, la situación sería en extremo grave. Era muy de sentir que las chalupas hubiesen sido arrebatadas, como hemos visto, porque aquellas embarcaciones, bastante capaces para conducirlos a todos, les hubiera sido permitido llegar a la costa y transportar tantos objetos útiles que sería preciso dejar provisionalmente a bordo. Y si en la próxima noche el Sloughi se hiciera pedazos, ¿qué valdrían aquellos restos después que las olas los hubieran destrozado entre las rocas? ¿Podrían aprovecharlos aún? ¿Nuestros jóvenes no se verían pronto reducidos a los únicos recursos que les ofreciera aquella tierra?
De repente se oyeron algunas exclamaciones hacia la proa; Baxter acababa de hallar una cosa que no carecía de importancia.
Una canoa que creían perdida se encontraba escondida entre el cordaje del bauprés. Aquella canoa no podía llevar más que cinco o seis personas; pero como estaba intacta, sería posible utilizarla en el caso en que no fuese dable pasar a pie seco.
Convenía, pues, esperar que la marea bajase por completo, y, sin embargo, una viva discusión se entabló entre los náufragos, discusión que tomó mayores proporciones entre Briant y Doniphan.
Este último, Wilcox, Webb y Cross, después de apoderarse de la canoa, preparábanse a lanzarla al mar, cuando Briant llegó a su lado.
-¿Qué vais a hacer? preguntó.
-¡Lo que nos convenga! respondió Wilcox.
-¿Vais a embarcaros en esa canoa?
-Sí, replicó Doniphan; y no serás tú quien nos lo impida.
-Te equivocas, repuso Briant; no sólo te lo impediré, sino que me ayudarán a estorbártelo los compañeros a quienes quieres abandonar.
-¡Abandonar!... dices. ¿Cómo lo sabes?
Respondió Doniphan con arrogancia. Yo no quiero abandonar a nadie, ¿lo oyes? Mi plan es que tan luego como uno de nosotros llegue a la playa, vuelva con la canoa.
-¿Y si no puede volver? exclamó Briant conteniéndose con trabajo. ¿Y si se hace pedazos en las rocas?...
-¡Embarquémonos!... ¡Embarquémonos!...- respondió Webb rechazando a Briant.
Y ayudado por Cross y Wilcox, levantó la lanchita para botarla al mar; pero Briant, cogiéndola por una de las puntas, dijo con energía:
-¡No embarcaréis!
-Eso lo veremos, respondió Doniphan.
-¡No, no embarcaréis! repitió Briant muy decidido a resistir en beneficio del común interés. La canoa debe reservarse para los más pequeños, por si acontece que en la baja mar queda demasiado agua y no puedan llegar a la playa.
-¡Déjanos en paz! exclamó Doniphan encolerizado. Te lo repito; no eres tú quien pueda impedirnos hacer lo que nos dé la gana.
-¡Y yo te digo por segunda vez que te lo impediré, Doniphan!
Ambos muchachos estaban a punto de llegar a las manos y la lucha hubiera sido general, porque cada uno de ellos tenía sus parciales. Wilcox, Webb y Cross estaban naturalmente de parte de Doniphan; mientras que Baxter, Service y Garnett se colocaron al lado de Briant. Las consecuencias de la colisión serían tristísimas.
Así lo comprendió Gordon, a quien, como de mayor edad que los otros, y también más dueño de sí, no se le ocultó lo trascendental de semejante proceder, y tuvo el buen sentido de interponerse en favor de Briant.
-Vamos, vamos, dijo; ten un poco de paciencia, Donipban. Bien ves que el mar está aun demasiado picado, y que nos arriesgamos a perder la canoa.
-¡No quiero que Briant nos imponga la ley, como acostumbra de algún tiempo acá! respondió Doniphan.
-No pretendo imponérsela a nadie, repuso Briant, así como tampoco permitiré que la imponga nadie cuando se trate del interés de todos.
-Cada cual debe cuidarse de ello tanto como tú, replicó Doniphan. Y ahora que estamos en tierra...
-Desgraciadamente no es así todavía, respondió Gordon. Doniphan, no seas terco, y esperemos un momento favorable para servirnos de la canoa.
Muy oportuna, ahora como otras varias veces, fue la mediación de Gordon entre Doniphan y Briant, pues todos sus compañeros acataron su opinión.
La marea había bajado dos pies durante la disputa, y ya calmados los ánimos, surgió entre nuestros marineros la duda de si existiría algún canal entre las rocas, cosa que sería muy útil conocer.
Briant, creyendo que se daría mucho mejor cuenta de la posición de las rocas observando desde el palo de mesana, se dirigió a la proa, asiéndose a los obenques de estribor, a fuerza de puños se elevó hasta las barras.
Entre los arrecifes se veía un paso, cuya dirección señalaban las puntas de las rocas que sobresalían del agua por ambos lados, y juzgó que convendría seguir dicho paso para llegar a la playa, embarcándose en la canoa; pero había aún demasiados remolinos en la superficie para que la ligera embarcación llegara sin tropiezo, y era de temor que, lanzada la barquilla sobre alguna punta de roca, se hiciese pedazos; valía, por lo tanto, más, esperar hasta ver si las aguas, en su completa retirada, dejaban un sitio practicable.
Desde lo alto de las barras, sobre las que estaba a caballo, Briant se puso a observar el litoral, y con ayuda del anteojo examinó toda la playa hasta el pie del acantilado.
La costa entre los dos promontorios, separados por una distancia de ocho o nueve millas, parecía completamente deshabitada.
Después de media hora de observación, Briant bajó a dar cuenta a sus compañeros de lo que había visto. Si Doniphan, Wilcox, Webb y Cross le escucharon sin hablar una palabra, no hizo lo mismo Gordon, que le preguntó:
-¿No eran las seis de la mañana cuando encalló el Sloughi?
-Sí, respondió Briant.
-¿Y cuánto tiempo se necesita para que baje la marea?
-Me parece que cinco horas. ¿No es así, Mokó?
-Sí, de cinco a seis horas, respondió el grumete.
-¿De modo que a las once será el momento favorable para llegar a la costa?
-Así lo he calculado, replicó Briant.
-Pues bien, prosiguió Gordon; preparémonos y tomemos algún alimento. Si nos vemos obligados a echarnos al agua, que sea a lo menos algunas horas después de haber comido.
Este era un buen consejo dado por aquel prudente muchacho, y aceptado por todos; se ocuparon en seguida del desayuno, compuesto de conservas y galletas. Briant cuidó mucho de los pequeños Jenkins, Iverson, Dole y Costar, quienes, con el carácter propio de su poca edad, empezaban a tranquilizarse, y comieron sin tasa, pues tenían mucha hambre, en atención a que no habían tomado casi ningún alimento en veinticuatro horas; y para que no les hiciese daño la comida, Briant les dio un poco de aguardiente con agua para ayudar la digestión.
Hecho esto, dejó a los pequeños y se fue a proa, poniéndose a observar los arrecifes. ¡Con cuánta lentitud se efectuaba el decrecimiento de las aguas! Se veía, sin embargo, que bajaba, puesto que la inclinación del yate se acentuaba cada vez más. Mokó, echando una sonda, reconoció que había aun unos ocho pies de agua encima del banco. ¿Podían esperar que la marea baja lo dejara completamente seco? No lo creía así Mokó, y manifestó su parecer a Briant en voz baja, para no asustar a nadie.
Este último fue a hablar con Gordon respecto al particular: ambos comprendían sobradamente que el viento, si bien con tendencia a cambiar al Norte, impedía al mar que bajase tanto como en tiempo de calma.
-¿Qué partido hemos de tomar? preguntó Gordon.
-No sé... no sé, respondió Briant. ¡Qué desgracia es la de no saber...; la de no ser más que niños, cuando era preciso que fuéramos hombres!
-La necesidad nos instruirá, replicó Gordon. No desesperemos, Briant, y obremos con prudencia.
-Tengamos cuidado, Gordon. Si no abandonamos el Sloughi antes de la marea alta y tenemos que pasar aun una noche a bordo, estamos perdidos.
-Ciertamente, porque el yate se hará pedazos. Es preciso, pues, salir de aquí a todo trance...
-Tienes razón, Gordon.
-¿No sería posible construir una especie de balsa para ir y venir?
-He pensado en ello, respondió Briant; mas, por desgracia, los materiales faltan. Nos queda la canoa, de la que no podemos servirnos, porque el mar está muy fuerte. Lo que puede hacerse es llevar un cable a través de los arrecifes y amarrarle a la punta de una roca; tal vez por ese medio fuera posible llegar cerca de la playa.
-¿Quién llevará el cable?
-Yo, respondió Briant.
-¡Y yo te ayudaré!... dijo, Gordon.
-¡No, yo solo! replicó Briant.
-Sírvete de la canoa.
-Podría inutilizarse, Gordon; vale más conservarla como último recurso.
Antes de ejecutar su peligroso proyecto, quiso Briant tomar una útil precaución para hacer frente a cualquier eventualidad.
Como había a bordo algunos cinturones de salvamento, obligó a los niños a que se los pusiesen para el caso en que, teniendo que abandonar el buque, el agua estuviera demasiado profunda para sentar los pies en el suelo; este aparato los mantendría a flote, y los mayores los empujarían hacia la orilla, sosteniéndose ellos mismos en el cable tendido.
Eran las diez y cuarto. Antes de cuarenta y cinco minutos la marea alcanzaría su mayor descenso. Ya no quedaban sino cuatro o cinco pies de agua; pero parecía que no bajaría más que algunas pulgadas. Es verdad que a unas sesenta yardas se veía el fondo, y se comprendía que seguía su lenta retirada, porque íbanse descubriendo también muchas puntas de rocas a lo largo de la playa. La dificultad consistía en franquear la profundidad del agua que había en los contornos del buque.
No obstante, si Briant llegaba a colocar un cable en aquella dirección y conseguía fijarlo con solidez en una de las rocas, este cable, puesto muy tirante con ayuda del torno, les permitiría sostenerse hasta encontrar pie. Además, haciendo deslizar sobre aquella maroma los paquetes que encerraban las provisiones y los útiles más indispensables, llegarían a tierra sin pérdida alguna.
Por peligroso que fuera su intento, no quiso Briant dejar a nadie que lo verificase en su lugar, y tomó sus disposiciones al efecto.
Había a bordo varios cables de cien pies de largo, de esos que sirven para remolcar. Briant escogió uno de un grueso mediano, que le pareció conveniente, y rodeó la extremidad a su cintura después de desnudarse.
-¡Vamos, vosotros, exclamó Gordon, venid aquí para que podamos soltar entre todos la maroma! ¡Venid a proa!
Doniphan, Wilcox, Cross y Webb no podían rehusar su concurso para una operación cuya importancia comprendían. Así es que se pusieron a desliar el cable para soltarle poco a poco, a fin de no amenguar las fuerzas de Briant.
En el momento en que éste iba a tirarse al mar, se le acercó Santiago, exclamando:
-¡Hermano mío!...¡Hermano mío!...
-No tengas cuidado por mí, hermanito, no tengas miedo, respondió Briant.
Y un instante después se le veía en la superficie del agua, nadando con vigor mientras que el cable se desenrollaba detrás de él.
Esta maniobra, difícil aun con un tiempo de calma, lo era mucho más con la resaca, que pegaba continuamente contra las rocas. Corrientes y contracorrientes impedían al valeroso muchacho mantenerse en línea recta, y cuando le cogían, le costaba mucho trabajo librarse de ellas.
Sin embargo, Briant ganaba poco a poco terreno, mientras que sus compañeros soltaban la maroma a medida que la necesitaba; pero notábase que, a pesar de no hallarse más que a una distancia de cincuenta pies del yate, las fuerzas del pobre muchacho principiaban a agotarse. Delante de él se agitaba una especie de remolino producido por el encuentro de dos olas contrarias. Si llegaba a bordearle, era fácil que consiguiera su objeto, pues más allá estaba el mar en calma; así es que procuró, haciendo un violento esfuerzo, dirigirse hacia la izquierda; pero su tentativa debía ser infructuosa, en atención a que un hábil nadador, con todo el vigor de su edad, no lo hubiese conseguido tampoco.
El pobre Briant fue envuelto por las olas y llevado con irrebatible fuerza al centro del remolino.
-¡Socorro!... ¡Tirad!... ¡Tirad y pronto de la cuerda!... pudo gritar antes de desaparecer.
A bordo del yate el espanto llegó a su colmo.
-¡Tirad!... mandó Gordon con ímpetu, aunque con gran serenidad.
Y sus compañeros se apresuraron a ejecutar la maniobra para traer a Briant a bordo antes de que una inmersión demasiado larga produjera la asfixia.
En menos de un minuto, el pobre muchacho se encontraba encima del puente sin conocimiento, en brazos de su hermano y rodeado por todos aun compañeros; pero no tardó en volver en sí.
El intento, como se ve, de tender una maroma hasta los arrecifes, no salió bien, y los pobres niños se veían, por lo tanto, reducidos otra vez a esperar...
¿Esperar qué? ¿Un socorro? ¿Y de dónde había de venir?
Eran ya más de las doce. La marea alta había empezado, y la resaca crecía. La luna era nueva y por consiguiente las olas iban a ser más fuertes que la víspera; así es que, por poco que soplara el viento, la goleta corría el peligro de destrozarse si las aguas agitadas la levantaban y la dejaban caer sobre los arrecifes.
Nadie, seguramente, sobreviviría a tan funesto desenlace. ¡Y nada se podía hacer para impedirlo!
Agrupadas todas aquellas pequeñas criaturas, miraban cómo crecía el mar y cómo desaparecían las puntas de las rocas debajo del agua.
Para mayor desgracia, el viento sopló de nuevo del Oeste, como la noche anterior. Las olas más altas cubrían de espumas el Sloughi, y no tardarían en invadir el puente. Sólo Dios podía ayudar a los pobrecitos náufragos, que mezclaban sus oraciones a sus gritos de espanto.
Un poco antes de las dos el schooner, influido por la marea, no se apoyaba ya sobre la banda de babor; pero a consecuencia del vaivén, la proa chocaba con el fondo, mientras que la popa estaba aun sostenida entre dos rocas. Pronto los golpes redoblaron, y el Sloughi caía tan pronto hacia babor como hacia estribor, teniendo los niños que sostenerse unos con otros para no ser arrojados al mar.
En aquel instante, una montaña de agua espumosa, llegando con la furia de un torrente, se levantó a dos brazas del buque, y cubriendo por completo el banco de arrecifes, levantó el yate y lo arrastró por encima de las rocas, sin que ninguna tocara a su casco.
En menos de un minuto, y en medio de aquella masa enorme de agua, el Sloughi, llevado hasta la mitad de la playa, chocó contra un montón de arena a doscientos pasos de los primeros árboles, agrupados al pie del acantilado, y se quedó inmóvil, pero en tierra firme esta vez, mientras que el mar, retirándose, dejaba la playa enteramente enjuta.

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